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Todos los ocupantes de aquel caserón, hasta el gato de la señora Luisa, sabían por las “altas y bajas” que la Comandancia emitía el día primero de cada mes, de la incorporación de un nuevo Guardia al Puesto para prestar servicio. Andaban muy apurados desde que dos meses antes de mi presencia, uno de los componentes de la Unidad, se hubiera trasladado a Madrid a realizar el curso de Cabo, lo cual significaba que durante los nueve meses que duraba dicho curso, el citado Guardia permaneciera en la Academia de Cabos y por consiguiente no prestaría sus servicios en el Puesto, el resto de los componentes de la Unidad, no podrían solicitar permiso y además cuando volviera con los galones, tendría que solicitar nuevo destino, con relación a su nuevo grado. Así que ese fue el motivo por el que todos los habitantes del “Ventorro”, se alegraran sobremanera de mi presencia allí, según contaron desde hacía dos años no había habido ninguna incorporación al cuartel.
El Cabo Pepe, hombre afable y extrovertido, hizo de perfecto anfitrión al presentarme al resto de los habitantes de aquel caserón y como si me conociera de toda la vida, daba pelos y señales de mi existencia, que desde luego se la imaginaba, ya que el poco rato que estuve con él en su despacho, no pude contarle más que dos cosas, las más esenciales. El Cabo en tono de profesor y moviendo la cabeza al compás de sus palabras les decía:
-Aquiiiii teeeeneis a un chiiiico de caaaapital, aaaademas de doooonde se haaaabla mejor el caaaasteeeellano y cuaaaando diiiigo esto nooooo miiiiiiro a nadiiiiie en cooooncreto-.
Los murmullos y las sonrisas por lo bajinis, se hacían notar, el Guardia Alipio un andaluz de pura cepa, noblote, como vio que las miradas se dirigían a él, se le escapó:
- “Ozú”-.
-¡Queeé diiiiices, Pijo!- Exclamó el Cabo.
Vaya, de nuevo la palabrita dichosa, volvía a nombrarse.
-Nada Cabo, ez que, las raizes zon las raizes, yo no conzigo hablar mejor-.
-Meeee tieeeene sin cuiiiiidado-, dijo el Cabo. -Ahooooora te daaaara claaaases de fooooooooooooo, (fonética) el del Piiiiiisueeeeerga-.
Las risas contenidas estallaron y ya me veía en las academias diarias, dando clase de castellano al Guardia Alipio, pero al Cabo también le habrían venido bien unas cuantas piedrecitas en la boca para hacer unos ejercicios y de esa manera perfeccionar su fonética que no su elocuencia.
Me hizo pasar a su despacho, pero ni siquiera se sentó ni me preguntó nada volvió a salir al pasillo, en el que se encontraba parlanchina toda la familia de aquel edificio. Él se dio cuenta que estaban esperando todos a que hiciera mi presentación oficial y no podía dejarles con la miel en los labios.
El Cabo tenía ganas de hablar, estaba contento, parecía que le había causado buena impresión, hasta creo que le agradó mi forma de presentarme. Desde las primeras palabras que tuve con mi Cabo, él mostró un gran interés por mi persona.
Allí en el mismo pasillo continuaban expectantes todos los habitantes del cuartel francos de servicio y después de salir de su despacho, comenzó a presentarme a todos los presentes.
La primera persona en presentarme naturalmente siguiendo un protocolo casero muy suyo, fue a, su mujer la señora Encarna, de unos treinta y pocos años, bajita, rellenita, pelo rizado y su cara mostraba siempre una sonrisa angelical, parecía una mujer muy feliz con el papel que la había tocado desempeñar en esta vida. Cuando hablaba su marido asentía con la cabeza dijera lo que dijera, posteriormente la observé otras cualidades femeninas capaces de hacer a su compañero muy feliz, entre esas virtudes la principal es que era una excelente cocinera y de esa virtud doy yo fe. En diversas ocasiones degusté sus exquisitos guisos, pero además tenía un aspecto externo que la imprimía ese carácter de buena cocinera y eran los delantales que lucía, la recuerdo el día de nuestra patrona La Virgen del Pilar, con uno especial de gala que lo lució con verdadero garbo y distinción y no se lo quitó ni para comer.
A su lado estaba Pedrito agarrado al mandil, único hijo del matrimonio, un niño muy mimado por aquella pareja de tórtolos y por el resto de los habitantes del caserón, que le reían las gracias porque era el hijo del Cabo. A veces se ponía muy pesadito y a pesar de sus cinco añitos, sabía que su padre era el que mandaba allí y se aprovechaba de ello. Mas yo en una ocasión le vi al Guardia primero darle un pescozón y Pedrito salió corriendo de su lado aullando como la sirena de un de coche policía. Las caricias las compartía con una niñita de su misma edad, hija del Guardia que estaba haciendo el curso de Cabos en Madrid. Esta fue la segunda persona en presentarme, una mujer joven, guapa de unos treinta años o menos, desde que vi al grupo no había dejado de mirarla aunque disimuladamente, sin querer tenía algo particular que me llamaba la atención, en dos ocasiones nuestras miradas habían coincidido, era delgada como una sílfide, sus curvas suaves se apreciaban debajo de un vestido de punto que llevaba puesto, me quedé mirando a sus ojos, no eran ni verdes ni azules pero para mí brillaban especialmente, desde luego esa era la primera vez que miraba fijamente a los ojos de una mujer no sólo con el sentido de la vista y me quedé como parado, como fuera de juego, sin querer me había quedado atrapado al primer golpe de vista y tuvo que ser ella la que me ofreció su cara para darme un beso. La Chicharrilla tuvo que intervenir y no para darme buenas noticias.
-¿Te estás dando cuenta de lo embarazoso de la situación?, ¿Por qué has cambiado el tono de voz para hablar con ella?, además, te he escuchado decir, que estás cansado del viaje, termina ya de una vez-.
-¡A que es guapísima!-, insinué.
-No has escuchado a tu Cabo, presta un poco de atención y no te hagas ilusiones. Voy a decirte que esta señora es la madre de la niña que ha anunciado tu llegada-.
Efectivamente el Cabo se estaba dando cuenta, que mi atención hacía la presentada se estaba prolongando algo más en el saludo a Sonia, que era como se llamaba la dama en cuestión. Me la presentó como la mujer del Guardia Moreno, que estaba realizando el Curso de Cabo en Madrid.
Mis ilusiones en un pozo y además muy profundo. La mujer de un compañero que además volvería con los galones de Cabo, ¡tierra tragarme!, ¿se habrían dado cuenta del interés que la había prestado? Menos mal que continuó el protocolo.
Ahora voy a continuar con el resto de presentaciones, un matrimonio de avanzada edad estaba a la puerta de la casa del Cabo y pensé que se iba a dirigir a ellos, pero no, los anfitriones de postín conocen bien el ritual y el Cabo por lo visto entendía mucho de ello. Le tocó el turno al Guardia Primero, llevaba ya la friolera de cinco años en aquel Puesto y no se pensaba mover de el hasta que no hubiera una vacante en un Puesto cercano al pueblo de su mujer, en plena huerta murciana y aunque en el pueblo de la paisana existía una casa cuartel, por aquellos entonces estaba vedado sentar plaza en aquellos lugares de donde se fuera natural o se tuviera familia cercana. El Guardia Primero a pesar de llevar tantos años en el Puesto no alcanzaba el título de “Caimán*”, si bien es verdad que los colmillos los tenía bastante retorcidos. Me tendió la mano a la vez que me decía:
-¡Bienvenido puzelano!-.
Alto, seco, con cabellera abundante y estirada hacía atrás, una sonrisa como de circunstancia, incluso diría yo forzada, creo que de haber nacido vegetal, habría sido un higo chumbo, los cuales abundaban por doquier alrededor de la casa cuartel, vamos que, si no padecía una úlcera en el estómago, estaba a punto de conseguirla. A su lado su señora, se llamaba Luisa, bajita, rellenita, alegre, campechana, graciosa y dicharachera, contadora de chistes, algunos malos de solemnidad pero que los reíamos hasta la extenuación. Ella junto al Cabo, hacían las delicias de las múltiples tertulias que sobre el atardecer reunía a todos los habitantes de la casa como si se tratara de un fuego de campamento. Cuando la señora Luisa contaba uno de esos chistes verdes salidos de tono, que hoy día no asustarían ni a un bebé, a su marido se le revolvía el estómago y la cara se le avinagraba, pero la última palabra la tenía el Cabo…, decía.
-¡Oooootro maaaas!, ¡el úuuuuultimo!-.
El Guardia Primero se la tenía que envainar, luego en casa veríamos a ver qué sucedía, pero yo os diré confidencialmente ya que éramos vecinos de tabique y que tabiques, nada de nada la que llevaba los pantalones era ella, pequeñita pero matona.
(*)Guardia veterano, con espolones de gallo director y que normalmente se cree que sabe más que muchos de sus jefes naturales, acostumbra a dar por sentado sus conocimientos y en ocasiones sus jefes les ríen sus gracias.
Lo que es el amor, si el amor, vaya pareja tan diferente, no coincidían en nada, no solamente en el aspecto físico, que parecían la L y la O, sino en el resto de concepciones de la vida. Él había abandonado el seminario un año antes de cantar misa, su cultura era notoria, pero día a día la incrementaba, leyendo artículos, editoriales, colaboraciones y pasatiempo de los periódicos y revistas que a montones tenía en su pabellón, con el tiempo me enteré que no le costaban ni un céntimo, se los guardaba el dueño del único bar que había en el pueblo, después de haber sido leídos y releídos por todos sus clientes. Pero no era el único que se servía de esta abundante hemeroteca, el Cabo consultaba estos diarios, cuando el último día del mes, tenía que confeccionar el tedioso “Boletín de información mensual* y enviarlo al Servicio de Información de la Comandancia, valiéndose de los subrayados que el Guardia 1º dejaba en las páginas impresas.
Para la señora Luisa, la vida era su cocina, su limpieza del pabellón, de la escalera y envolviéndolo todo con los sones de la famosa letra de “la campanera”, canción muy pegadiza pero pasadita de moda. Todas las labores las aderezaba con la famosa canción, pero sobre todo su afición preferida era darle a la lengua, éramos cuatro gatos en aquel cuartel y en ocasiones, teníamos que hacer verdaderas filigranas para que no te enganchase y te contara cualquier tontería.
El Guardia 2º Alipio y su mujer eran dos andaluces de pura cepa, más concretamente de la “Sartén de Andalucía”, también llevaba unos cuantos años en el Puesto y los que le tocaría esperar más para pasar a su tierra, ya que esa tierra andaluza es proveedora de un porcentaje muy elevado de Guardias y que naturalmente todos quieren volver a ella. Al Guardia Alipio nunca le volví a llamar por su nombre, para mí siempre fue el Guardia “Ozu” y como le agradó que lo llamara así, todos me imitaron y desde entonces que quedó con ese apodo.
La Chicharrilla, me dijo muy bajito al oído.
-Paco, he de recordarte el artículo catorce del Reglamente que dice:
Al encontrarse con algún amigo o camarada que vaya a saludar, lo hará cortésmente y sin gritos ni ademanes descompuesto, siempre se valdrá para ello de sus propios nombres y apellidos, no usando jamás de apodos o motes, que tan poco favorables es para quien los emplea.
Verás le dije a mi conciencia. Ese es un artículo muy bonito, que es incumplido sistemáticamente y no pasa nada, se sobreentiende que es para personas ajenas al Cuerpo, dentro de casa no queda mal, formamos un pueblo y en los pueblos ya se sabe lo más corriente es conocerle por el apodo, además al Guardia Ozú, le gusto porque le resultó cariñoso. Ella apostilló:
-¡No eres un poco listillo!... No me ha gustado mucho tu razonamiento y además es que a ti no te gustan los listillos.-
Todos se quedaron mirándome algo sorprendidos, había perdido unos segundos en mi conversación interior, e incluso sé que en alguna ocasión en estos diálogos secretos conmigo mismo, llegaba incluso hasta mover los labios, en esta ocasión más de la cuenta al incluir el artículo del Reglamento.
Pero prosigamos con el Guardia Ozú, en sus brazos mantenía al único bebe del cuartel, un enorme chupete intentaba disimular la cara redondita y rechoncha de la criatura, clavadita a la de su progenitor y progenitora. A pesar del buen tiempo a aquel infante le tenían cubierto de prendas de abrigo, pobrecillo debía de estar sudando la gota gorda. El padre de aquel retoño tenía cara de felicidad, sonriente, el estómago y el vientre muy protuberante, era calcado al clérigo de las películas de “Robín de los bosques”. Su mujer pegadita a él gozaba de las mismas características físicas y psíquicas y al darme la mano me dijo:
-Azi que uztez ez de-…. Y mirando al Guardia 1º le preguntó -¿De dónde ez ezte chico?-.
-De Puzela-, le contesto el Guardia 1º.
-Ozú, yo nunca he escuchado eza ciudad, ¿Dónde ezta?..- El guardia 1º le contestó.
-Verás, es una ciudad castellana situada en el centro de la submeseta norte y regada por el rio Pisuerga, cuna del poeta Zorrilla-... la esposa del Cabo, no le dejó continuar con su hermosa explicación y dijo con voz fuerte:
-¡Ozú!-.
Faltaba por presentar el Guardia Vicente, pero no estaba presente por encontrarse de vigilante de playa, se había casado hacía unos meses y a parte del servicio, se enclaustraba en el pabellón y apenas se les veía, ahora a estas alturas de la vida, me imagino el porqué de sus ausencias. La señora Luisa una “María” de postín, no se la pasaba por alto ningún detalle y cuando tenía la oportunidad de verlos fuera del pabellón en compañía de alguno de los otros moradores del cuartel, les dejaba caer las siguientes frases: “Os pasáis todo el día haciendo los deberes”, “Ale, Ale, que por mucho que escribáis, no se va a terminar el pizarrín”. La verdad es que no les agradaba mucho, pero era mejor tenerla de amiga que de enemiga. Lo cierto es que siempre estaba con el mismo tema, pesadita ella.
Por último, el Cabo me presentó a sus suegros, se encontraban a la puerta del pabellón y vivían con ellos, me saludaron muy amablemente y al hacerlo El Cabo Comandante del Puesto me dijo: Su suegro era el encargado del huerto, deberás ponerte en contacto con él para que te asigne una parcelita, que deberás cuidar con esmero en tus ratos libres.
El huerto era “La perla de la corona”, merecería un capítulo aparte, pero con unas cuantas líneas se van a conformar. Meses atrás, había llegado al Puesto una “Orden General”, prohibiendo que en los terrenos de los acuartelamientos pudieran establecerse gallineros, cochineras, conejeras o huertos, así como de cualquiera otra edificación antiestética que no dignificara el edificio oficial y obligando a que en todos aquellos Puestos que existiesen estos complementos, se eliminaran inmediatamente. (Desde Madrid, los que emitían dicha “Orden General”, no se daban cuenta, que esos huertos, esas conejeras y gallineros, eran una ayuda para vivir con dignidad para aquellas familias mal retribuidas económicamente).
Pero, ¡hete me aquí!, que los moradores del “Ventorro de los Buenos aires”, habían aprendido como buenos guardias civiles que eran, el arte del camuflaje y detrás de una elevada línea de setos y rosales a modo de telón, ocultaban un exuberante vergel surgido de la necesidad en aquella loma desértica.
El Cabo, había hecho caso omiso a dicha “Orden General”, no sin que para ello tuviera que pagar un pequeño peaje en especies, al jefe de la Línea, Capitán de la Compañía y a sus respectivos conductores, que eran los únicos visitantes diurnos. Sus visitas eran una vez al mes el primero y otra cada tres meses el segundo y si iban, era por que dichas inspecciones eran obligatorias en el “Reglamento de inspección de los Puestos de sus respectivas demarcaciones” y por las cuales eran retribuidas con las dietas reglamentarias.
La noche de mi llegada cené en la casa del Cabo, la señora Encarna me preparó un par de huevos fritos con patatas fritas y en una fuente, una ensalada que en un principio apenas picaba de ella, hasta que el Cabo me dijo:
-Come Pijo, que todo esto es del huerto y el gallinero-.
Al finalizar la cena, alabé a la cocinera su forma de hacer los huevos fritos y muy satisfecho me levanté de la mesa para retirarme al pabellón de solteros. Parece mentira, pero algo tan sencillo, unos huevos fritos, con aquellas manos los elevaba a una clase de manjar especial.
Durante el tiempo que permanecí en aquella bendita Casa Cuartel, intenté imitar la forma de cocinar de la señora Encarna, pero la cocina es un arte, claro eso no quiere decir que no aprendiera a cocinar. Si, ¡aprendí lo más elemental!, por necesidad con un aprobado alto, que a lo largo de mi vida me ha servido y bastante, pero para cocinar bien, hay que ser un artista y solamente unos cuantos dominan dicha maestría, aunque no estén al frente de ningún restaurante preparando platos exóticos, sino al pie de un fogón de una sencilla vivienda y simplemente cocinando humildes productos de la huerta.
Todos ellos eran los habitantes del “Ventorro de los Buenos Aires” que albergaba esas familias en aquel lugar tan aislado de la civilización.
Con el tiempo mi curiosidad me llevó a buscar los orígenes de aquel título y como todo en esta vida, el dilema se resolvió de forma simple y sencilla.
A unos cincuenta metros por encima de la ladera donde se encontraba el edificio, pasaba una calzada de piedra, se encontraba en desuso desde hacía unos treinta y tantos años, un desprendimiento de tierra obligó a los usuarios del mismo a abandonar dicha vía y tomar otro atajo para acercarse a la costa y posteriormente antes de la guerra civil, durante la dictadura del General Primo de Rivera, por ese atajo se construyó una nueva carretera, lo que hizo olvidar para siempre aquella calzada.
Pero hasta entonces el único camino que existía para llegar a un pueblecito de la costa era ese que os había indicado y allí sobre el lomo de la cima, restos de un edificio derruido indicaban el lugar dónde había existido una venta, La venta fue abandonada por falta de clientes, demolida y con sus restos aprovechados para la construcción de un cuartel de Carabineros y es de ahí, de cuyas piedras tomo ese título. En aquella venta la parada habría sido obligatoria, para los carros, caballerías, viajeros y aprovisionamiento de viandas y caldos traídos de otras tierras, pero sobre todo se aprovisionaban del aire puro que corría por el teso propio del lugar y les proporcionaba el ánimo para continuar el viaje, Ese era el motivo del nombre de la venta. Por simpatía los más viejos de la localidad continuaban llamando a aquel lugar ocupado por los guardias civiles con el título de “El Ventorro de los Buenos Aires”.
Las historias que se contaban sobre aquel lugar que nosotros habitábamos, hablaban de piratas, bandoleros, contrabandistas, todas ellas producto de la imaginación y tradiciones de los antepasados de los habitantes actuales de la zona. (La verdad es que varias de las que me contaron, darían para escribir un par de novelas, pero mi cabeza ya no da para tanto). Es curioso el motivo de la ubicación del cuartel en aquel lugar tan solitario.
El Puesto era de los considerados mixtos, lo cual significaba que su demarcación era de Costa y Rural, aunque fundamentalmente era un Puesto de “Primera Línea de Costa” y ello hacía que el servicio estuviera destinado a la vigilancia de la costa principalmente. El servicio en concreto era vigilancia las 24 horas del día en un tramo de la costa muy escarpado de unos 6 kilómetros, el servicio a su vez se dividía en dos tramos, limitados con la expresión “de sol a sol”. El primero de la salida de sol hasta su puesta era ejercido por el vigilante de playa y el siguiente tramo, de la puesta a la salida del sol lo realizaba la pareja de servicio nocturno. Ambos servicios eran muy simples y el relevo se realizaba en la “posta*”. Debido al aumento de plantilla, el Cabo salía en vigilancia e impulsión del servicio y atendía la demarcación rural con alguna que otra correría. Solía recorrer los abundantes caseríos de la demarcación y los habitantes agradecían la presencia del Cabo, este les ponía al corriente de las novedades del pueblo y de todo lo habido y por haber, para mí que le acompañé en varias ocasiones, se pasaba tres pueblos, pero todos estaban contentos con su presencia. También cuando no había ninguno de los guardias de permiso, el Cabo nombraba a uno de los componentes, “servicio de oficio y cuartel” a modo de descanso o día libre, ya que por entonces no se libraba ni un solo día de la semana, ni del mes, ni sábados ni domingos, ni de fiestas de guardar, ni nada de nada, increíble pero cierto, pero es más incomprensible, absurdo, ilógico e irracional, que nosotros debíamos de denunciar a toda aquella persona que trabajara en las fiestas de guardar. Ahora en la distancia no llego a digerir a aquella norma tan absurda, mas en esos momentos el cumplimiento de mis obligaciones no me permitían no solo discutir esas órdenes sino incluso cumplirlas con la máxima rigidez.
El límite sur de la demarcación del Puesto, lo constituía una franja costera de unos seis kilómetros de longitud, era una zona escarpada de dificilísimo acceso y estaba situada al otro extremo de la montaña que teníamos detrás de la casa cuartel. En línea recta apenas un kilómetros nos separaban del mar, pero era ese montículo tan elevado que nos impedía acercarnos al objetivo a vigilar, debiendo dar un rodeo de unos seis kilómetros desde la residencia para llegar al punto desde el que vigilábamos la costa y para acceder a el, utilizábamos varios caminos y carreteras, siendo los dos último kilómetros una carretera de piedra, que arrancaba desde apenas el nivel del mar y serpenteando la falda de la montaña, llegábamos a nuestro objetivo, salvando un desnivel de unos trescientos cincuenta metros.
Arriba la vista era magnífica, era un mirador envidiado y como todo lo bello, secuestrado a la vista del resto de los mortales, sin embargo, los moradores forzosos de aquellas alturas no mostraban precisamente mucho interés por las vistas o por lo menos desde mi punto de vista no lo demostraban. A nuestro frente se encontraba la zona a vigilar, acantilados, precipicios y barrancos que se hundían en el mar bañado de espuma en todo su contorno, después de esa línea, el agua inmensa y azul, lo llenaba todo. Dos o tres barquitos de pesca cerca del litoral y de vez en cuando en la línea del horizonte, algún barco de gran calado la cruzaba lentamente. Era prácticamente imposible que a ningún navegante se le ocurriera la idea de detenerse en una zona tan peligrosa de la costa y menos para desembarcar géneros de contrabando y posteriormente subirlos haciendo alpinismo. Allí residía una de las claves para considerar a aquel Puesto como de los recomendados.
Girando ciento ochenta grados, nuestra vista se llenaba de paisaje, una inmensa planicie de color ocre salpicada de casas de labor con parcelas de color verde que parecían archipiélagos en tierra firme y hasta dónde te alcanzaba la vista, pueblos, aldeas, pedanías unidos todos ellos por carreteras, caminos y veredas. Aquella maravillosa vista la tenía debajo de mis pies, parecía que había desplegado un plano topográfico perfecto. El espectáculo se agrandaba aún más durante las noches, las luces de poca intensidad en aquellos años iluminaban e indicaban el lugar donde se encontraban situadas las poblaciones y en las carreteras los haces de luz emitidos por los escasos automóviles que transitaban por ellas, alegraban las interminables horas, que pasaba observando la naturaleza desde aquella atalaya privilegiada, más la función comenzaba cuando en las noches estrelladas la vista se dirigía a la bóveda celeste. ¡Qué espectáculo más sublime! ¡Qué misterio tan indescifrable! ¡Qué serenidad tan inmensa!, todo ello acompañado del ruido de fondo lejano de las olas al chocar contra los acantilados debajo de nuestros pies, me parecía como si estuviera flotando con mi piel verde entre ambos abismos. Esa piel de color verde de mi uniforme, era la que me permitía estar allí, contemplando esas maravillas y me sentí muy feliz.
¡De golpe!, en una de aquellas noches tranquilas y serenas, ¡zas!, vi como una lucecita recorría lentamente la bóveda del cielo de levante a poniente y el mismo punto luminoso volvía noche tras noche a cruzar el firmamento, variando un poquito su órbita y la hora, pero siempre volvía y volvía a surcar el espacio estrellado, luego por arte de no sé qué desaparecía hasta que pasados unos días volvía aparecer, no llegaba a entender el significado de tan extraña y misteriosa luz, de la que en los libros de texto que yo había estudiado, no decían nada de nada. Una noche me encontraba observando este fenómeno en mi primer turno de guardia, me acerqué al guardia primero y viendo que aún no había conciliado el sueño, le pregunté:
-¿Te has fijado en esa lucecita que pasa entre las estrellas? Un avión no es. ¿Qué crees tú, que puede ser?-
El seminarista sin darse apenas importancia me dijo:
-Es el “Spugnig”, hace unos días venía un reportaje en el ABC, se trata de un satélite enviado por los rusos fuera de la órbita de la Tierra, pero no te preocupes a nosotros no nos afecta para nada en el servicio, a los de ahí abajo (los americanos de la base) a esos, sí que los ha hecho pupa-.
En ese momento pensaba yo: ¿y qué nos paguen por contemplar tanta hermosura?.
Los primeros días de servicio los compañeros me llevaban de paquete en sus ciclomotores y el Cabo en su moto marca Ossa, habían tenido que comprar dichos vehículos para trasladarse desde el cuartel a la posta, que así se llamaba el lugar del servicio a prestar. Ocurría que el último kilómetro y medio, las rampas de un gran desnivel no daban el do de pecho y tenía que subir a pie, mientras que el jefe de pareja continuaba hasta llegar al punto de encuentro para hacer el relevo.
Fueron pocos días, necesitaba mecanizarme cuanto antes ya que de lo contrario la cuestecita a la que diariamente tenía que subir acabaría con mis fuerzas y eché en falta mi “Vespa” que compré cuando cumplí los18 años. En ella había descubierto lugares vírgenes de mi patria chica y así como de las ciudades y pueblos próximos a ella, Palencia, Salamanca, Zamora. Era la envidia de mis amigos, pero todos contaban conmigo para ir a alguna parte, siempre estaba dispuesto para cualquier viaje, siempre que no tuviera compañía femenina, llevándolas montadas a lo amazona y sin casco, parece increíble pero así se iba en el año sesenta del siglo pasado. ¡Qué lástima de haberla vendido! Ahora me sería de gran utilidad, un instrumento de trabajo, este era el momento en el que verdaderamente la necesitaba.
A los pocos días de demostrar mi faceta de andarín y con apenas una leve insinuación por mi parte, el Cabo puso en marcha sus conocimientos y una mañana me llevó con su motocicleta “Ossa” al Penal.
Era la primera vez que entraba en un establecimiento tan impopular, pero a la vez tan en boca de todos por los inquilinos que lo habitaban, pero por encima de esta premisa, era la aureola que sobre él pesaba de ser inexpugnable y aprueba de fugas.
Cuando el Cabo paró su motocicleta a la puerta del penal y bajamos de la moto, un pequeño remusguillo me entró por todo el cuerpo, pero enseguida se disipó. El guardia de servicio a la entrada de la puerta del establecimiento, se acercó a nosotros, con paso cansino, le vi muy mayor y hasta en las palabras que dirigió al Cabo me parecieron apáticas y sin apenas interés para la misión que yo pensaba que realizaba. Mientras que estuvo hablando con el Cabo, la puerta amplia del recinto, quedó abandonada a su vigilancia, pero ninguna de las cuatro o cinco personas que se encontraban pegados a la tapia, hicieron ademan de entrar en el recinto. En ese período de tiempo, dos paisanos salieron por aquella puerta sin decir ni siquiera adiós. Entonces me dije para mí: - ¿Qué fácil sería entrar y salir de la cárcel con este guardia de servicio?, y la chicharrilla entró en la escena.
-Paco, hasta que el guardia se ha acercado a vosotros, tú mismo has reconocido una cierta desazón al encontrarte próximo a este penal y eso que los que prestan esta vigilancia son de los tuyos, imagínate como pueden estar aquellos que tienen algún interés dentro, además no pasará mucho tiempo y tendrás en tu mano todos los elementos de juicio para descifrar las contrariedades que se esconden detrás de esta fachada-.
-¿Qué quieres decir? No me asustes-.
La chicharrilla no me contestó, el guardia seguía hablando con el Cabo
-Cabo. ¿Cómo por aquí? ¿Qué tal por Centeres?-
-Veeeeeengo deeee neeeeeeeegociiiiios, ¿estaaaaaa el fuuuuuucionariiiio D. Maaaanueeeel?-
-Cuidado con ese usmia-, le respondió el guardia centinela. -¿No sabes que le ha tocado la quiniela? Está forrado y aquí sigue, no nos ha invitado ni a un café. Ahora mismo voy a la puerta para avisarlo-.
Se acerco a un portón después de atravesar un patio de unos escasos seis metros y llamó a la puerta. Esta era la puerta que daba entrada al edificio penitenciario propiamente dicho y mientras el Cabo se dirigió al cuerpo de guardia para saludar al Sargento Comandante de la misma, yo seguía atentamente todos los movimientos de los que pasaban delante de mí. La puerta metálica de blindada nada de nada, era de chapa y mala, ésta se abría y cerraba desde el interior cada dos por tres. Una vez salía un funcionario, otra entraba un paisano vestido con una chaquetilla gris, luego volvía a entrar otro funcionario, después salía otro vestido con un guardapolvo portando unas cajas, luego volvía a salir el de la chaquetilla gris con una carretilla, aquella puerta parecía la Puerta del Sol de Madrid en plena hora punta. La puerta se abrió de nuevo, un hombre bajito con bigote, de mediana edad con uniforme de funcionario y unas barras de oro en las hombreras, se acercó a mí diciéndome.
-Así, que.. ¿tú eres el que quiere comprarme la moto?-
-¡Si señor!-
-Ya te habrá informado tu Cabo que está nueva, yo solamente la he usado para venir hasta aquí. Mira está ahí fuera, es aquella, arranca a la primera, de pintura está bien, vamos que ya mismo cerramos el trato. Te la dejo en dieciséis mil pesetas, no se hable más-.
Hasta ese momento, yo no había abierto la boca, me pareció algo caradura el funcionario y muy seguro de sí mismo. La verdad es que la moto me gustó desde que la vi, era una Montesa Comando de ciento cincuenta centímetros cúbicos. Le iba a dar la mano para aprobar el trato, cuando la Chicharrilla me advirtió.
-¡Pero, no has venido con tu Cabo para comprarla, porque no le esperas para cerrar el trato!-
Apenas terminó la frase, le pedí perdón al funcionario por ausentarme y me dirigí al Cuerpo de Guardia en busca del Cabo. Tuve que separar un par de guardias para acercarme a él, se había formado un corrillo a su alrededor, todos ellos lo estaban pasando bien escuchando los chascarrillos y chistes que contaba mi Cabo. Al verme se dirigió a mí para preguntarme si ya estaba el funcionario, todos estaban enterados de nuestra visita al Centro Penitenciario y los comentarios que escuché, no eran muy favorables a dicho personaje, le llamaban de todo menos guapo y al decirle al Cabo lo que me había pedido por la moto dijo en voz alta.
-Seeeeeeva aaaaa enteraaaaar, para eeeeeeso me haaaaaace veeeeeenir-.
La función del funcionario. D. Manuel dentro de la Penitenciaría no sé cuál sería, desde luego muy necesaria, no. El tiempo pasaba y pasaba, el Cabo seguía y seguía acorralándolo entre las cuerdas hasta que lo dejó fuera de combate. Yo fui un buen espectador, no abrí la boca y asentía a todo cuando el Cabo me miraba. Una y otra vez, que... Si la moto estaba muy trabajada, que en dos ocasiones le había dejado tirado en la carretera, que quien le iba a pagar en efectivo y a canta canta como lo iba a hacer su guardia en el momento de la entrega. La entrevista se alargó hasta que las tripas comenzaron a rugirnos a los tres, Manolo, perdón D. Manuel aguantaba las andanadas que le propinaba mi Cabo. Me di cuenta como al principio un montón de curiosos estuvo expectante, pero a medida que pasaba el tiempo, nos quedamos solos los tres hasta que a las trece treinta horas se finalizó el trato.
Aquella misma tarde, nos acercamos de nuevo a la ciudad y la moto me fue entregada previo pago de trece mil ochocientas pesetas.
El Cabo me demostró ser un magnífico tratante, pero……… me acordé del artículo cuarenta y cuatro de nuestro Reglamente que dice:
No podrá comerciar ni directa ni indirectamente ni encargarse de agencias ni tener a su cargo o asociado con otros granjerías abastos ni especulación alguna.
El Reglamento se estaba quedando muy desfasado, creo que nuestro fundador si pudiera volver, lo modificaría adaptándolo a los nuevos tiempos, más por lo visto nuestros Generales tenían asuntos más importantes en cartera, de todas formas, las leyes, los decretos, los códigos etc., están hechos para poder ser incumplidos, siempre que el que los transgrede sea más listo que los sesudos legisladores, normalmente éstos tratan materias que no les afectan a ellos directamente para nada.
Mi Cabo, era el perfecto Comandante de Puesto y en el arte del regateo matrícula de honor. Aquella motocicleta me acompañó en todos los servicios, hasta que un día con lágrimas en los ojos, abandoné aquel inolvidable lugar llamado cariñosamente “El ventorro de los buenos aires”
Próximo Capítulo: LOS AMERICANOS DEL NORTE

Las letras de este nuevo y esperado capitulo, me conducen a la vida de Paco, totalmente integrado en su reciente destino, un submundo dentro de otro mundo, así es como sus personajes dan vida a todos los rincones del Ventorro incluido su huerto furtivo. Me he transportado a esas vistas maravillosas, al sonido del oleaje en una noche estrellada, que gran recompensa, dile a la Chicharrilla que ha valido la pena subir hasta la cumbre de ese paraje.
ResponderEliminar¡Enhorabuena, el verde sigue siendo un color maravilloso!.