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El tren se detuvo en una estación próxima a la capital de España, desde ella se accedía a la localidad donde se encontraba ubicada en aquellos años una de las Academias Regionales de la Guardia Civil. Descendí del tren, mi bagaje era más bien escaso, solamente una bolsa de deporte de mano, en la que guardaba los pocos enseres que poseía. La locomotora después de soltar un pitido destemplado, arrastró fuera de la estación los vagones que nos habían transportado, dejándonos en el andén a un numeroso grupo de muchachos, que habíamos hecho el trayecto juntos, aunque en departamentos diferentes y procedentes también de distintas localidades. Por las trazas que llevaban, las maletas que portaban y la cara de lelos que teníamos la mayoría, se notaba el destino elegido.
Salimos del vestíbulo de la estación y todos en grupo enfilamos una amplia avenida en rampa hasta dónde se encontraba la población a la que nos dirigíamos. Después de haber recorrido un largo camino desde la estación del ferrocarril, por una empinada carretera y tomando unas calles adyacentes a la avenida, llegamos ante un edificio de planta rectangular. Todo el conjunto era de piedra, su altura era solamente de dos pisos y en ambos, dos hileras de ventanas a juego con el inmueble pintadas de color verde. La sobriedad del edificio indicaba que ese inmueble, sería la residencia señalada para nuestro albergue durante un largo período de tiempo. Era un edificio de similares características a la del resto de las viviendas, que desde que entramos en la Villa, querían asemejarse al edificio emblemático y universal que le da fama a la Villa.
Una puerta grande en forma de arco compuesta por dos hojas de madera de las que solamente estaba abierta la de la derecha permitía acceder al interior, dos escalones en forma de cuchilla aliviaban el desnivel, que tenía la puerta con la acera de la calle. Un arco de piedra encima de la puerta sobresalía de las del resto del edificio, y gravadas sobre este arco, una leyenda propia de los Cuarteles del Ejército. “Todo por la Patria”.
Ante ella, nos detuvimos el grupito que, con la misma dirección, habíamos formado nada más descender y pisar el andén de la estación de ferrocarril. Esta puerta era la antesala que daba acceso a la Academia Regional y en la que permanecería unos meses en período de instrucción.
Un guardia veterano con el tricornio echado hacía atrás, nos dejaba ver una frente amplísima, él se encontraba flanqueando la puerta frente a la que nos habíamos detenido y respondía al saludo según íbamos llegando. Una vez reunido todo el grupo ante la puerta, nos invitó a pasar por debajo de aquel arco.
Al entrar en el zaguán del edificio, la intensidad de la luz exterior quedo visiblemente mermada, pero a pesar de ello mis ojos giraron ciento ochenta grados en ambas direcciones de aquel vestíbulo. Sus paredes eran una continuación de la piedra de la fachada exterior del inmueble y de sus tabiques, no pendían ni un cuadro, ni un escudo de armas, ni cualquier otro adorno propio de un cuerpo de guardia militar, allí no había nada de nada, ni siquiera telarañas. En el centro de la instancia sobre nuestras cabezas, oscilando levemente al impulso de la corriente de aire que circulaba por el vestíbulo, pendía un farol de hierro forjado pintado de color negro y, sujeto al techo por unas argollas también de este mismo material, la lámpara del mismo permanecía apagada. En la pared de enfrente a la puerta de entrada, por la que nos indicaba el Guardia de Puertas que continuáramos nuestro camino, otra puerta de similares características nos permitía, el paso al interior del recinto y sobre su parte superior, una tabla de madera alargada contenía la siguiente frase, para mi muy conocida. “El honor es la principal divisa...”.
¡Qué vacío!, ¡qué falta de sensibilidad!, ¡qué penuria!, ¡qué escasez de medios!, fundamentalmente era esto último lo que hacía, que no sólo aquel recibidor pareciera un lugar inhóspito, sino que la mayoría de las Casas-Cuarteles estaban atenazadas por un presupuesto no solamente escaso yo diría más bien inexistente, que las hacía; lúgubres, arañadas por la miseria y alejadas de la sociedad, si bien muchas de ellas debido al esfuerzo, al tesón de muchos de sus Comandantes de Puesto y a los Alcaldes de los Ayuntamientos, se salvaban de entrar en el conjunto de estos sombríos y tristes edificios oficiales. Estos a veces insignificantes detalles para quien dirigía la Institución, aumentaban la indiferencia de gran parte de la sociedad española de aquellos años hacía el Instituto armado.
Nos adentramos al interior por un corredor, desembocando en un patio de forma rectangular, uno de cuyos lados lo formaba un soportal de columnas de cemento y su superficie, apenas si llegaría a los seiscientos metros cuadrados, alrededor de dicho patio el soportal de apenas cuatro metros de ancho, permitía que, en los días de lluvia, la instrucción y los descansos fueran un cobijo.
En el patio, grupos de jóvenes y no tan jóvenes, formaban corrillos, charlaban y, observaban a los que iban llegando, pero principalmente estaban a la espera de que alguien, se dirigiera a ellos para recibir instrucciones.
Me fui fijando en los componentes de los grupos que estaban en el patio, les había desde críos de ocho y diez años, hasta jóvenes de treinta y tantos, pero las diferencias de edad que mostraban sus rostros, no eran precisamente lo que más distinguía a los unos de los otros y que me llamó poderosamente la atención a mí. Por su forma de vestir, se podía averiguar su procedencia; niquis, polos, camisas de manga corta y pantalones vaqueros, esta clase de prendas distinguía a los procedentes de la ciudad del otro grupo que, aunque mezclado notaba su disparidad en; los pantalones de pana, las camisas a rallas, los jerséis de lana basta y las chaquetas de paño oscuro. También las diferencias se notaban en las expresiones verbales; los jóvenes alegres, voceones y escandalosos, parecía como que aquel lugar les perteneciera, naturalmente algo de razón tenían, una inmensa mayoría de ellos eran los hijos del Cuerpo. Los más mayores tocados algunos con boina y sin quererme equivocar mucho, llevando alguno de ellos la misma chaqueta ya raída, que la que, en un momento de su vida, debió de servirles de atuendo para su boda, ahora en este día, les serviría para comprometerse en otro juramento no menos importante para su vida. También mis ojos llegaron a ver dos o tres maletas de madera, junto a alguno de estos aspirantes, algo insólito ya en los años sesenta. Las expresiones de estos últimos, no eran tan alegres y bulliciosas como la de los jóvenes, posiblemente sus pensamientos anduvieran dando vueltas, a los recuerdos dejados en el pueblo, a una mujer y a unos hijos a los que no los volverían a ver, hasta pasado el período de instrucción.
Allí en el patio unos doscientos hombres se iban a entregar a la Benemérita, eran doscientas ilusiones, pero en esos sueños también había diferencias muy notorias. Un grupo, el más numeroso iba en busca de un sueldo fijo; corto, pero seguro, sueldo que les rehuía el campo y posiblemente la industria que en España empezaba a despegar, o Alemania. Otro grupo numeroso, los más jóvenes estaban allí para pasar la mili, privilegio de los hijos del Cuerpo, naturalmente estos al final del compromiso, se reenganchaban en su inmensa totalidad, pues no conocían otra forma mejor de vivir la vida y por último, un tercer grupo muy reducido, eran jóvenes procedentes de la ciudad, que desde que habían salido del instituto y por pertenecer a familias de clase media, habían estado perdiendo el tiempo en academias de estudios y clases particulares de no sé qué, todas ellas sin ningún fin en concreto más que la pérdida de tiempo. Este grupo era el de los estudiantes fracasados, creo que en los años noventa este es el único de los grupos, que se ha consolidado como germen del Instituto, aunque entrando en el nuevo siglo, la realidad supera la ficción y si, a ella, a la Guardia Civil andarina, ahora se incorporan, jóvenes con estudios superiores, increíble para estos novatos que en estos momentos de este relato ingresan en el Cuerpo.
Pero todas estas diferencias, estos sentimientos, estas formas de expresión, quedarían aparcados pasados unos minutos, cuando alguien se dirigiera a todos ellos para decirles, que iban a formar parte del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil
Como os narro, las edades oscilaban entre los ocho y diez y los treinta y cinco años siendo estos últimos bastante numerosos, entonces se abría un interrogante para estos hombres que, a los cincuenta años iban a pasar al retiro forzoso. ¿Cuántos años de servicio cumplirían?, ¡Sólo quince! Y en esas condiciones, ¿qué retiro les podía quedar?
Según me hacia estas preguntas, la Chicharrilla me informó:
-Te acuerdas cuando te preguntabas, ¿el porqué de los sueldos tan míseros que les quedaba a los guardias? y ¿por qué debían de buscar una colocación, cuando se retiraban? Recuerda a tu abuelo colocado de guarda en una fábrica. Como verás Paco; todo, absolutamente todo, tiene una explicación en esta vida, incluso el misterio más insondable si se quiere resolver, solamente es necesario; interés, tiempo, paciencia, medios, pero sobre todo ganas de llegar hasta el final e incluso como ahora, haciendo una pequeña reflexión, logras dar con la clave a resolver-.
Me quise pasar de listo y la dije:
-Creo que no Chicharrilla, hay misterios que realmente son indescifrable-, a lo que la Chicharrilla dándome un toque de atención replicó:
-Ya sé por dónde vas Paco, deja a los curas en paz, este no es el momento de filosofar, ¿por quién te tomarían tus nuevos compañeros? Y ahora presta atención que se acerca un instructor-.
La Chicharrilla dio por concluido el diálogo y no se equivocó, por una de las puertas laterales del patio, aparecieron un Sargento y dos Cabos, estos últimos llevaban en sus manos unas listas y mezclándose entre los grupos se colocaron en el centro del patio. La agitación y las voces se fueron apagando, pero sin llegar a enmudecer, hasta que el Sargento solicitó silencio e inmediatamente, hasta los susurros aún los más leves se desvanecieron.
Los Cabos se situaron frente a nosotros, comenzaron a leer las listas que llevaban impresas en los folios, cuando cantaban un nombre, el aludido se colocaba junto con su maleta, dándole la cara a él y en formación de a tres. Así uno tras otro hasta que, una vez concluida la lista, en el patio se habían formado dos compañías, las denominaron Compañía A y Compañía B. Cuando ambas unidades se encontraban en perfecta formación, el Sargento mandó firmes y dio la novedad a un Teniente, que hizo acto de presencia en ese momento en el patio.
El Teniente debía de esforzarse mucho para hablarnos, acaso una afección a la garganta le impedía levantar la voz, así que optó por darnos la bienvenida en dos palabras. Estas apenas llegaron a mis oídos a pesar del silencio que había en el patio y dejó en manos del Sargento y de los Cabos la operación del alojamiento en las naves dormitorio.
Poco a poco, para mí muy lentamente, fuimos entrando en una nave de reducidas dimensiones en comparación con el personal, que estábamos designados para ocuparla. Las literas llenaban todo el espacio disponible, pegadas las unas a las otras y entre dos de ellas, un espacio no superior a dos cuartas nos permitía entrar a tomar posesión de los camastros, los pasillos de no más de metro y medio de anchos, servían para circular por ellos y con sumo cuidado para evitar colisiones con los demás alumnos que iban y venían de un lado para el otro. Las taquillas de madera, alguna de ellas con grandes agujeros en el lugar de las cerraduras, estaban situadas al fondo de la nave y casi impedían la entrada en los servicios, de estos, es mejor no contar nada.
Desde que permanecimos en el patio formados, me di cuenta que desde las ventanas de la primera planta que se encontraban abiertas de par en par, algunas personas vestidas con mono gris, no dejaban de observarnos, eran las mismas caras que ahora estaban junto al cabo para auxiliarle, ellos eran los “repites*”. El cabo leía nuestro nombre y primer apellido, al responder con el segundo, un “repite”, se acercaba a nosotros y nos conducía entre la maraña de aquel laberinto, hasta la litera asignada y después a la taquilla, de no haber sido por ellos, creo que todavía me encontraría buscando mi catre.
Cuando el Cabo terminó de leer el último nombre, el sol se había puesto y unas bombillas peladas, a duras penas nos dejan distinguir a los unos de los otros. Me dejé caer sobre la cama, sobre ese somier que me serviría de reposo, durante mi permanencia a lo largo del período de formación, que acababa de dar comienzo y esperé acontecimientos.
A las siete horas del día siguiente, el toque de “diana”, despertó a unos pocos, un buen número permanecimos en vela, unos echando de menos su cama, otros intranquilos ante la nueva situación en la que se encontraban y otros, entre los que me encontraba yo, expectantes; esperando algo, un poco más de acción o no sabría deciros qué, pero hasta el momento todo era de lo más normal, no escuché ninguna voz más alta que otra por parte de aquellos escasos mandos, que nos habían recibido y además, esa noche los “repites” habían tenido imaginaría y se molestaban, porque no les dejábamos dormir.
No quería hablar de los servicios, pero lo que pasó en los lavabos el primer día, por mucho que vuestra imaginación vuele, no se acercará ni un poquito a la realidad vivida. La “Torre de Babel” se quedó chica, no ante la confusión de lenguas, sino ante la incomprensión de la única que se hablaba. Además, los codazos que recibías, las luchas por obtener el privilegio de ocupar un lavabo con un chorrito de agua para humedecerte los ojos, el ardor por encontrar un enchufe para la máquina de afeitar, estas simples acciones se convertían en verdaderas odiseas. Además, las voces de aquella marabunta de cuerpos semidesnudos indicándote, “que aquel enchufe lo había visto él el primero” o “date prisa” o “ya está bien”, o “pareces una corista arreglándote” y otras que os dejo a vuestro sano criterio introducir, no actas para reproducir en estas líneas, etc. etc. y para colmo, cuando me acerque a empujones al observar un enchufe libre e introducir en él el cable de mi máquina de afeitar, recibí una descarga eléctrica. Dos mendrugos que debían de estar pendientes de la jugada no hacían más que partirse de risa, me quedé un momento observando y otro incauto pasó a formar parte de los acalambrados como yo; la verdad es, que yo también me reí un poco al ver la cara de simple de este otro desafortunado alumno.
A las ocho de la mañana uno de los cabos que estuvo en la presentación del día anterior, formó en el patio las dos compañías y pasamos al comedor, colocándonos la Compañía A en el lado derecho y la B en el izquierdo de dicha sala. Las mesas alargadas y dos hileras de asientos corridos a lo largo de ambas partes de la mesa, permitían sentarse a diez comensales en cada una de ellas y encima de la mesa muy bien alineadas había, una veintena de tazones y platos de latón y a su lado; un chusco, un cuchillo, un tenedor y una cuchara, este juego de cubiertos debía de permanecer en nuestro poder, durante todo el período que pasáramos en la academia y pasarían a formar parte de nuestro equipo personal que junto con el vestuario deberíamos abonar religiosamente en cómodos plazos de hasta dos años. En el centro de la mesa dos cafeteras de latón grandes, en ellas se contenían los preciados líquidos de la leche y el café, estas infusiones deberían mantener nuestros cuerpos hasta el nuevo toque de fajina a las 13,30 horas. El comedor era el local más amplio de la academia, siempre debía de estar limpio y dispuesto a celebrar cualquier acto sociable, por lo que diariamente se nombraba un servicio de cocina y comedor, dispuesto a tenerlo todo en la más esmerada policía.
Volvimos al patio y las compañías se las fraccionó en secciones, pasando a continuación a las aulas, así esa misma mañana dieron comienzo las clases teóricas y el curso propiamente dicho.
En aquellas fechas el nivel cultural de los que decidían incorporarse a formar parte del Instituto, era más bien bajo, creo que, para hacer justicia, tendría que decir ínfimo, incluso había alguno que sabía leer y escribir muy dificultosamente. Pero por entonces, la cultura y la Guardia Civil no se llevaban muy bien que digamos, esa era una materia para los ilustrados y nuestra misión era más técnica que académica.
Al tener conocimiento de mis estudios, me dieron como encargo, la enseñanza de las principales reglas de cálculo y ortográficas a un grupito de alumnos, estos no alcanzaban los niveles mínimos exigidos, después de las primeras pruebas realizadas al día siguiente de nuestro ingreso en la academia. De esa manera en los tiempos muertos debía de esforzarme con ellos, naturalmente era recompensado con dejarme al margen de servicios tales como; el de cocina, comedor y cuadra. ¡Ah!, más tal era mi vocación en esos momentos, que renuncié a dichos privilegios, no os creáis que la Chicharrilla se la ocurrió decirme nada al respecto, parece que le gustaba mi máxima entrega al Cuerpo.
Las asignaturas estaban compendiadas en unas fotocopias, encuadernadas en unas tapas de plástico rojo y tenían los siguientes títulos: militar, rural, fiscal y casos prácticos, en ellos se condensaba toda la sabiduría de la Guardia Civil. A veces me preguntaba, ¿el porqué de ese color rojo de sus tapas y no el verde clásico omnipresente en cualquier objeto relacionado con el Instituto? Pensaba que ese color rojo tenía connotaciones de tipo izquierdista y precisamente, en los libros de texto de aquellos paladines dispuestos a sofocar cualquier intento de expresión marxista, leninista, trosquista, estalinista, comunista y todos los istas que os queráis imaginar, desvirtuaban aquellos libros. La verdad, no cuadraba muy bien en mis esquemas la infiltración de aquel color rojo. ¿Por qué aquellas tapas rojas en los libros de texto? ¡Acaso!... ¿Tendríamos algún judeomasón infiltrado en el Cuerpo?.
Pero sigamos, la política nunca ha sido mi fuerte y naturalmente las materias de estudio teórico, eran complementadas con unas clases diarias de educación física, instrucción militar cerrada y una clase de equitación al mes. A mí y a otros compañeros más, como habíamos hecho la mili en el Arma de Caballería, nos concedieron los instructores el privilegio de montar en los equinos, cada vez que iba a dicha clase. Por último, un ejercicio de fuego real fue el colofón de nuestra enseñanza en aquel Centro.
La mañana era fría cuando salimos de marcha del acuartelamiento, atravesamos la localidad en formación pasando por delante de la explanada de una de las maravillas del mundo, en mis tiempos se decía que era la octava maravilla y ya fuera de la localidad, la expedición se detuvo en un paraje entre dos montañas próximas al pueblo. Comenzó el ejercicio de tiro, en el que cada alumno efectuó cinco disparos con el mosquetón, a continuación, diez compañeros se colocaron al mando de tres ametralladoras uno de ellos el que efectuaba los disparos otro tensaba la cinta que contenía las balas y el otro permanecía atento al suministro de la munición, hicieron tres disparos sueltos y luego dos ráfagas de tres o cuatro disparos, no podían hacer más disparos de los asignados para aquel ejercicio de tiro. Al finalizar con la munición asignada para el adiestramiento, los oficiales se separaron de la tropa y colocando unas cuantas botellas sobre las piedras e iniciaron un campeonato particular. Los alumnos en corrillos como los chicos de la escuela, teníamos nuestro profesor favorito y apostábamos por él, aunque no diera ninguna vez en el objetivo, siempre había alguna disculpa para favorecer su resultado si este era negativo.
Cuando finalizaron su ejercicio particular, se dirigieron a los mentecatos expectantes situados a unos veinte metros de la línea de tiro y nos ordenaron acercarnos a ella, para recoger los casquillos de la munición consumida y a la vez nos indicaban que cogiéramos unas piedras, muy abundantes en el entorno, para machacar las vainas e introducirlas en las cajas de madera colocadas junto a las ametralladoras. Finalizada dicha operación, los dos guardias de armamento y un Cabo, recorrieron la línea de tiro y confirmaron, que no quedaba ningún casquillo por el suelo. Parecía el final del ejercicio, estábamos pensando ya en el rancho, cuando los dos guardias vestidos de azul volvieron a la línea de tiro, llevando una caja de similares características a las de la munición y otra de proporciones más pequeñas.
El Capitán pidió voluntarios para lanzar unas bombas de mano. Iba a apartar a uno de los compañeros que me impedía el paso para presentarme voluntario, cuando la escuché: -Paco, ¡voluntario!, ni a comer-.
Frené en mi impulso más, aunque hubiera seguido con mi voluntariedad, habría llegado tarde a la elección, se habían adelantado otros compañeros y ya habían sido escogidos diez alumnos para lanzar las granadas.
De dos en dos se acercaban a la línea de tiro, cogían las granadas desenroscaban la tapa, introducían en ellas el fulminante, retiraban el seguro y la lanzaban a unos veinte o treinta metros de distancia. En el momento de arrojarlas debían de tirarse al suelo y cubrirse la cabeza. El resto permanecíamos a una distancia de veinte metros de la línea de tiro, en posición de cuclillas, además cuando ellas eran lanzadas, siguiendo las ordenes de los oficiales, volvíamos las cabezas y las cubríamos con los brazos y las manos.
¡Boom!, ¡Boom!.
-Los siguientes-.
De nuevo las explosiones eran seguidas de otras producidas por la naturaleza, hasta que las ondas sonoras desaparecían en la lejanía.
Y ocurrió, una granada lanzada por un voluntario no estalló. A unos veinte metros podía verse entre los matojos un punto negro, allí estaba y ese era el punto a batir. Los tres oficiales al mando del ejercicio, se entretuvieron disparando sobre la granada medio oculta entre la tierra y la maleza. Se dispararon las apuestas, primero entre ellos y después, siguiendo el ejemplo de nuestros jefes todos participaban en ellas. Como los críos, como os he dicho cada uno teníamos nuestro profesor favorito y las alabanzas a cada uno de ellos aumentaba a pesar de, que ninguno parecía estar a la altura de las circunstancias. El Capitán y los dos Tenientes descargaron las balas de sus pistolas, pero no consiguieron hacer estallar la bomba, prosiguieron disparando con el mosquetón. Saltaban las piedras, los trozos de musgo, silbaban las balas al rebotar en las piedras y la tierra en un círculo inferior a cincuenta centímetros del lugar batido, estaba removida como si hubiera estado dentro de una batidora y la deseada explosión no se producía. Entonces el cansancio o yo diría mejor, la vergüenza comenzaba a hacer mella en ellos y las justificaciones de ese fracaso ante tantos espectadores todos ellos inferiores, hicieron que las apuestas y el jolgorio de animación hasta ese momento existente, se diluyera pasando de las apuestas a las excusas de tal fracaso.
No pude contenerme, mientras estaban disparando y a pesar de que uno de los armeros se había acercado hasta el lugar donde estaba la bomba, yo estaba convencido que sobre lo que disparaban no era la bomba sino la caperuza de una de ellas. La buena, la que no había explotado, se encontraba a unos siete metros a la izquierda del lugar al que obsesivamente estaban apuntando.
Entonces la pregunté a la Chicharrilla: -Qué te parece si digo dónde se encuentra, o mejor se me está ocurriendo otra idea-.
-Paco en el ejército o eres muy echado para adelante o pasas inadvertido, de lo contrario, serás el blanco de tus compañeros, además si sabes el lugar donde se encuentra la granada es porque no te volviste ni te cubriste como hicieron todos los demás, en una palabra, no obedeciste las órdenes de tus oficiales y eso es algo grave-.
-¡Déjame voy conseguir algo!-.
-No debes pasarte de listo, cuidado, se prudente, ya lo dice tu Reglamento-.
Artículo 5 Deberá ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza, no será temido sino de los malhechores, ni temible sino de los enemigos del orden y del fisco.
Estaba decidido y con ganas de demostrar algo, no se cual, pero me dirigí al Capitán.
-Mi capitán, con su permiso ¿me permite hacer un único disparo sobre la bomba?-.
Los oficiales me miraron algo perplejos, ¿Qué pretendía este ignorante?, más el Capitán, hombre afable y educado me dijo:
-¿Qué quieres a cambio, si la haces explorar?-.
Allí en el patio unos doscientos hombres se iban a entregar a la Benemérita, eran doscientas ilusiones, pero en esos sueños también había diferencias muy notorias. Un grupo, el más numeroso iba en busca de un sueldo fijo; corto, pero seguro, sueldo que les rehuía el campo y posiblemente la industria que en España empezaba a despegar, o Alemania. Otro grupo numeroso, los más jóvenes estaban allí para pasar la mili, privilegio de los hijos del Cuerpo, naturalmente estos al final del compromiso, se reenganchaban en su inmensa totalidad, pues no conocían otra forma mejor de vivir la vida y por último, un tercer grupo muy reducido, eran jóvenes procedentes de la ciudad, que desde que habían salido del instituto y por pertenecer a familias de clase media, habían estado perdiendo el tiempo en academias de estudios y clases particulares de no sé qué, todas ellas sin ningún fin en concreto más que la pérdida de tiempo. Este grupo era el de los estudiantes fracasados, creo que en los años noventa este es el único de los grupos, que se ha consolidado como germen del Instituto, aunque entrando en el nuevo siglo, la realidad supera la ficción y si, a ella, a la Guardia Civil andarina, ahora se incorporan, jóvenes con estudios superiores, increíble para estos novatos que en estos momentos de este relato ingresan en el Cuerpo.
Pero todas estas diferencias, estos sentimientos, estas formas de expresión, quedarían aparcados pasados unos minutos, cuando alguien se dirigiera a todos ellos para decirles, que iban a formar parte del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil
Como os narro, las edades oscilaban entre los ocho y diez y los treinta y cinco años siendo estos últimos bastante numerosos, entonces se abría un interrogante para estos hombres que, a los cincuenta años iban a pasar al retiro forzoso. ¿Cuántos años de servicio cumplirían?, ¡Sólo quince! Y en esas condiciones, ¿qué retiro les podía quedar?
Según me hacia estas preguntas, la Chicharrilla me informó:
-Te acuerdas cuando te preguntabas, ¿el porqué de los sueldos tan míseros que les quedaba a los guardias? y ¿por qué debían de buscar una colocación, cuando se retiraban? Recuerda a tu abuelo colocado de guarda en una fábrica. Como verás Paco; todo, absolutamente todo, tiene una explicación en esta vida, incluso el misterio más insondable si se quiere resolver, solamente es necesario; interés, tiempo, paciencia, medios, pero sobre todo ganas de llegar hasta el final e incluso como ahora, haciendo una pequeña reflexión, logras dar con la clave a resolver-.
Me quise pasar de listo y la dije:
-Creo que no Chicharrilla, hay misterios que realmente son indescifrable-, a lo que la Chicharrilla dándome un toque de atención replicó:
-Ya sé por dónde vas Paco, deja a los curas en paz, este no es el momento de filosofar, ¿por quién te tomarían tus nuevos compañeros? Y ahora presta atención que se acerca un instructor-.
La Chicharrilla dio por concluido el diálogo y no se equivocó, por una de las puertas laterales del patio, aparecieron un Sargento y dos Cabos, estos últimos llevaban en sus manos unas listas y mezclándose entre los grupos se colocaron en el centro del patio. La agitación y las voces se fueron apagando, pero sin llegar a enmudecer, hasta que el Sargento solicitó silencio e inmediatamente, hasta los susurros aún los más leves se desvanecieron.
Los Cabos se situaron frente a nosotros, comenzaron a leer las listas que llevaban impresas en los folios, cuando cantaban un nombre, el aludido se colocaba junto con su maleta, dándole la cara a él y en formación de a tres. Así uno tras otro hasta que, una vez concluida la lista, en el patio se habían formado dos compañías, las denominaron Compañía A y Compañía B. Cuando ambas unidades se encontraban en perfecta formación, el Sargento mandó firmes y dio la novedad a un Teniente, que hizo acto de presencia en ese momento en el patio.
El Teniente debía de esforzarse mucho para hablarnos, acaso una afección a la garganta le impedía levantar la voz, así que optó por darnos la bienvenida en dos palabras. Estas apenas llegaron a mis oídos a pesar del silencio que había en el patio y dejó en manos del Sargento y de los Cabos la operación del alojamiento en las naves dormitorio.
Poco a poco, para mí muy lentamente, fuimos entrando en una nave de reducidas dimensiones en comparación con el personal, que estábamos designados para ocuparla. Las literas llenaban todo el espacio disponible, pegadas las unas a las otras y entre dos de ellas, un espacio no superior a dos cuartas nos permitía entrar a tomar posesión de los camastros, los pasillos de no más de metro y medio de anchos, servían para circular por ellos y con sumo cuidado para evitar colisiones con los demás alumnos que iban y venían de un lado para el otro. Las taquillas de madera, alguna de ellas con grandes agujeros en el lugar de las cerraduras, estaban situadas al fondo de la nave y casi impedían la entrada en los servicios, de estos, es mejor no contar nada.
Desde que permanecimos en el patio formados, me di cuenta que desde las ventanas de la primera planta que se encontraban abiertas de par en par, algunas personas vestidas con mono gris, no dejaban de observarnos, eran las mismas caras que ahora estaban junto al cabo para auxiliarle, ellos eran los “repites*”. El cabo leía nuestro nombre y primer apellido, al responder con el segundo, un “repite”, se acercaba a nosotros y nos conducía entre la maraña de aquel laberinto, hasta la litera asignada y después a la taquilla, de no haber sido por ellos, creo que todavía me encontraría buscando mi catre.
Cuando el Cabo terminó de leer el último nombre, el sol se había puesto y unas bombillas peladas, a duras penas nos dejan distinguir a los unos de los otros. Me dejé caer sobre la cama, sobre ese somier que me serviría de reposo, durante mi permanencia a lo largo del período de formación, que acababa de dar comienzo y esperé acontecimientos.
A las siete horas del día siguiente, el toque de “diana”, despertó a unos pocos, un buen número permanecimos en vela, unos echando de menos su cama, otros intranquilos ante la nueva situación en la que se encontraban y otros, entre los que me encontraba yo, expectantes; esperando algo, un poco más de acción o no sabría deciros qué, pero hasta el momento todo era de lo más normal, no escuché ninguna voz más alta que otra por parte de aquellos escasos mandos, que nos habían recibido y además, esa noche los “repites” habían tenido imaginaría y se molestaban, porque no les dejábamos dormir.
No quería hablar de los servicios, pero lo que pasó en los lavabos el primer día, por mucho que vuestra imaginación vuele, no se acercará ni un poquito a la realidad vivida. La “Torre de Babel” se quedó chica, no ante la confusión de lenguas, sino ante la incomprensión de la única que se hablaba. Además, los codazos que recibías, las luchas por obtener el privilegio de ocupar un lavabo con un chorrito de agua para humedecerte los ojos, el ardor por encontrar un enchufe para la máquina de afeitar, estas simples acciones se convertían en verdaderas odiseas. Además, las voces de aquella marabunta de cuerpos semidesnudos indicándote, “que aquel enchufe lo había visto él el primero” o “date prisa” o “ya está bien”, o “pareces una corista arreglándote” y otras que os dejo a vuestro sano criterio introducir, no actas para reproducir en estas líneas, etc. etc. y para colmo, cuando me acerque a empujones al observar un enchufe libre e introducir en él el cable de mi máquina de afeitar, recibí una descarga eléctrica. Dos mendrugos que debían de estar pendientes de la jugada no hacían más que partirse de risa, me quedé un momento observando y otro incauto pasó a formar parte de los acalambrados como yo; la verdad es, que yo también me reí un poco al ver la cara de simple de este otro desafortunado alumno.
A las ocho de la mañana uno de los cabos que estuvo en la presentación del día anterior, formó en el patio las dos compañías y pasamos al comedor, colocándonos la Compañía A en el lado derecho y la B en el izquierdo de dicha sala. Las mesas alargadas y dos hileras de asientos corridos a lo largo de ambas partes de la mesa, permitían sentarse a diez comensales en cada una de ellas y encima de la mesa muy bien alineadas había, una veintena de tazones y platos de latón y a su lado; un chusco, un cuchillo, un tenedor y una cuchara, este juego de cubiertos debía de permanecer en nuestro poder, durante todo el período que pasáramos en la academia y pasarían a formar parte de nuestro equipo personal que junto con el vestuario deberíamos abonar religiosamente en cómodos plazos de hasta dos años. En el centro de la mesa dos cafeteras de latón grandes, en ellas se contenían los preciados líquidos de la leche y el café, estas infusiones deberían mantener nuestros cuerpos hasta el nuevo toque de fajina a las 13,30 horas. El comedor era el local más amplio de la academia, siempre debía de estar limpio y dispuesto a celebrar cualquier acto sociable, por lo que diariamente se nombraba un servicio de cocina y comedor, dispuesto a tenerlo todo en la más esmerada policía.
Volvimos al patio y las compañías se las fraccionó en secciones, pasando a continuación a las aulas, así esa misma mañana dieron comienzo las clases teóricas y el curso propiamente dicho.
En aquellas fechas el nivel cultural de los que decidían incorporarse a formar parte del Instituto, era más bien bajo, creo que, para hacer justicia, tendría que decir ínfimo, incluso había alguno que sabía leer y escribir muy dificultosamente. Pero por entonces, la cultura y la Guardia Civil no se llevaban muy bien que digamos, esa era una materia para los ilustrados y nuestra misión era más técnica que académica.
Al tener conocimiento de mis estudios, me dieron como encargo, la enseñanza de las principales reglas de cálculo y ortográficas a un grupito de alumnos, estos no alcanzaban los niveles mínimos exigidos, después de las primeras pruebas realizadas al día siguiente de nuestro ingreso en la academia. De esa manera en los tiempos muertos debía de esforzarme con ellos, naturalmente era recompensado con dejarme al margen de servicios tales como; el de cocina, comedor y cuadra. ¡Ah!, más tal era mi vocación en esos momentos, que renuncié a dichos privilegios, no os creáis que la Chicharrilla se la ocurrió decirme nada al respecto, parece que le gustaba mi máxima entrega al Cuerpo.
Las asignaturas estaban compendiadas en unas fotocopias, encuadernadas en unas tapas de plástico rojo y tenían los siguientes títulos: militar, rural, fiscal y casos prácticos, en ellos se condensaba toda la sabiduría de la Guardia Civil. A veces me preguntaba, ¿el porqué de ese color rojo de sus tapas y no el verde clásico omnipresente en cualquier objeto relacionado con el Instituto? Pensaba que ese color rojo tenía connotaciones de tipo izquierdista y precisamente, en los libros de texto de aquellos paladines dispuestos a sofocar cualquier intento de expresión marxista, leninista, trosquista, estalinista, comunista y todos los istas que os queráis imaginar, desvirtuaban aquellos libros. La verdad, no cuadraba muy bien en mis esquemas la infiltración de aquel color rojo. ¿Por qué aquellas tapas rojas en los libros de texto? ¡Acaso!... ¿Tendríamos algún judeomasón infiltrado en el Cuerpo?.
Pero sigamos, la política nunca ha sido mi fuerte y naturalmente las materias de estudio teórico, eran complementadas con unas clases diarias de educación física, instrucción militar cerrada y una clase de equitación al mes. A mí y a otros compañeros más, como habíamos hecho la mili en el Arma de Caballería, nos concedieron los instructores el privilegio de montar en los equinos, cada vez que iba a dicha clase. Por último, un ejercicio de fuego real fue el colofón de nuestra enseñanza en aquel Centro.
La mañana era fría cuando salimos de marcha del acuartelamiento, atravesamos la localidad en formación pasando por delante de la explanada de una de las maravillas del mundo, en mis tiempos se decía que era la octava maravilla y ya fuera de la localidad, la expedición se detuvo en un paraje entre dos montañas próximas al pueblo. Comenzó el ejercicio de tiro, en el que cada alumno efectuó cinco disparos con el mosquetón, a continuación, diez compañeros se colocaron al mando de tres ametralladoras uno de ellos el que efectuaba los disparos otro tensaba la cinta que contenía las balas y el otro permanecía atento al suministro de la munición, hicieron tres disparos sueltos y luego dos ráfagas de tres o cuatro disparos, no podían hacer más disparos de los asignados para aquel ejercicio de tiro. Al finalizar con la munición asignada para el adiestramiento, los oficiales se separaron de la tropa y colocando unas cuantas botellas sobre las piedras e iniciaron un campeonato particular. Los alumnos en corrillos como los chicos de la escuela, teníamos nuestro profesor favorito y apostábamos por él, aunque no diera ninguna vez en el objetivo, siempre había alguna disculpa para favorecer su resultado si este era negativo.
Cuando finalizaron su ejercicio particular, se dirigieron a los mentecatos expectantes situados a unos veinte metros de la línea de tiro y nos ordenaron acercarnos a ella, para recoger los casquillos de la munición consumida y a la vez nos indicaban que cogiéramos unas piedras, muy abundantes en el entorno, para machacar las vainas e introducirlas en las cajas de madera colocadas junto a las ametralladoras. Finalizada dicha operación, los dos guardias de armamento y un Cabo, recorrieron la línea de tiro y confirmaron, que no quedaba ningún casquillo por el suelo. Parecía el final del ejercicio, estábamos pensando ya en el rancho, cuando los dos guardias vestidos de azul volvieron a la línea de tiro, llevando una caja de similares características a las de la munición y otra de proporciones más pequeñas.
El Capitán pidió voluntarios para lanzar unas bombas de mano. Iba a apartar a uno de los compañeros que me impedía el paso para presentarme voluntario, cuando la escuché: -Paco, ¡voluntario!, ni a comer-.
Frené en mi impulso más, aunque hubiera seguido con mi voluntariedad, habría llegado tarde a la elección, se habían adelantado otros compañeros y ya habían sido escogidos diez alumnos para lanzar las granadas.
De dos en dos se acercaban a la línea de tiro, cogían las granadas desenroscaban la tapa, introducían en ellas el fulminante, retiraban el seguro y la lanzaban a unos veinte o treinta metros de distancia. En el momento de arrojarlas debían de tirarse al suelo y cubrirse la cabeza. El resto permanecíamos a una distancia de veinte metros de la línea de tiro, en posición de cuclillas, además cuando ellas eran lanzadas, siguiendo las ordenes de los oficiales, volvíamos las cabezas y las cubríamos con los brazos y las manos.
¡Boom!, ¡Boom!.
-Los siguientes-.
De nuevo las explosiones eran seguidas de otras producidas por la naturaleza, hasta que las ondas sonoras desaparecían en la lejanía.
Y ocurrió, una granada lanzada por un voluntario no estalló. A unos veinte metros podía verse entre los matojos un punto negro, allí estaba y ese era el punto a batir. Los tres oficiales al mando del ejercicio, se entretuvieron disparando sobre la granada medio oculta entre la tierra y la maleza. Se dispararon las apuestas, primero entre ellos y después, siguiendo el ejemplo de nuestros jefes todos participaban en ellas. Como los críos, como os he dicho cada uno teníamos nuestro profesor favorito y las alabanzas a cada uno de ellos aumentaba a pesar de, que ninguno parecía estar a la altura de las circunstancias. El Capitán y los dos Tenientes descargaron las balas de sus pistolas, pero no consiguieron hacer estallar la bomba, prosiguieron disparando con el mosquetón. Saltaban las piedras, los trozos de musgo, silbaban las balas al rebotar en las piedras y la tierra en un círculo inferior a cincuenta centímetros del lugar batido, estaba removida como si hubiera estado dentro de una batidora y la deseada explosión no se producía. Entonces el cansancio o yo diría mejor, la vergüenza comenzaba a hacer mella en ellos y las justificaciones de ese fracaso ante tantos espectadores todos ellos inferiores, hicieron que las apuestas y el jolgorio de animación hasta ese momento existente, se diluyera pasando de las apuestas a las excusas de tal fracaso.
No pude contenerme, mientras estaban disparando y a pesar de que uno de los armeros se había acercado hasta el lugar donde estaba la bomba, yo estaba convencido que sobre lo que disparaban no era la bomba sino la caperuza de una de ellas. La buena, la que no había explotado, se encontraba a unos siete metros a la izquierda del lugar al que obsesivamente estaban apuntando.
Entonces la pregunté a la Chicharrilla: -Qué te parece si digo dónde se encuentra, o mejor se me está ocurriendo otra idea-.
-Paco en el ejército o eres muy echado para adelante o pasas inadvertido, de lo contrario, serás el blanco de tus compañeros, además si sabes el lugar donde se encuentra la granada es porque no te volviste ni te cubriste como hicieron todos los demás, en una palabra, no obedeciste las órdenes de tus oficiales y eso es algo grave-.
-¡Déjame voy conseguir algo!-.
-No debes pasarte de listo, cuidado, se prudente, ya lo dice tu Reglamento-.
Artículo 5 Deberá ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza, no será temido sino de los malhechores, ni temible sino de los enemigos del orden y del fisco.
Estaba decidido y con ganas de demostrar algo, no se cual, pero me dirigí al Capitán.
-Mi capitán, con su permiso ¿me permite hacer un único disparo sobre la bomba?-.
Los oficiales me miraron algo perplejos, ¿Qué pretendía este ignorante?, más el Capitán, hombre afable y educado me dijo:
-¿Qué quieres a cambio, si la haces explorar?-.
-Quiero salir de esta academia destinado a La Guinea-.
Adelantándose a la contestación del Capitán uno de los Tenientes, se dirigió a mi para decirme:
-Y si no la explotas, vas a por ella y la coges con los dientes, ¡capullo!-.
Risas ante la frese del Teniente, él muy ufano sonrió a la clientela y a su Capitán.
Me entregaron un peine con cinco cartuchos, me adelanté dos pasos de los oficiales, justo al lado donde se encontraba emplazada una ametralladora, me puse rodilla en tierra y encaré el fusil. Ahora todos estaban de pies y mirando hacía la campiña sin observar ningún punto de prudencia y permanecían atentos al desenlace de la apuesta.
-¡Pero! ¿Qué hacía ese insensato?-, comentaba la mayoría. -Está apuntando unos seis metros a la izquierda, del lugar batido por los oficiales-. Murmullos, a pesar de estar en plena sierra los cuchicheos se dejaban oír, la verdad es que no eran muy favorables y tanto si acertaba como si no, me encontraba en la picota. Efectué un disparo y al unísono, una explosión retumbó en el monte e inmediatamente me introduje en el lugar sagrado de mi ser, para dirigirme a ella:
-Deberías haber sido más enérgica. ¿Por qué has dejado a mi vanidad suplantarme?, ¿y si no acierto?. ¿Qué me habría pasado?.
-Muy listo no eres, si lo hubieras sido, ahora serías un oficial de academia, naturalmente en el país de los ciegos el tuerto es el rey, pero este Cuerpo con el que te has comprometido; es muy arcaico, piramidal, pero sobre todo no encajan bien los listillos, habíamos quedado en pasar inadvertidos. Y una advertencia cuando vuelvan a lanzar una granada, vuélvete y no te quedes mirando a donde la lanzan, pues la metralla no sabes a donde puede dirigirse, es preferible que te dé en las posaderas o en la espalda y no en el rostro-.
-Si pero ahora iremos a Guinea-.
-¡Que te lo crees tú eso!, yo allí no pienso ir, no se me ha perdido nada en el África ecuatorial y ya sabes quién manda-.
Naturalmente el capitán no estaba facultado para conceder tal petición. Y al verme pensativo dialogando con la “Chicharrilla” me dijo:
-¿Lo has pensando bien?, en Guinea hay muchas anofeles y bichos de todas las clases como sabrás, además todos los que vuelven de allí vienen algo tocados. Pero cómo sabias donde estaba la granada. Lo que te voy a conceder si quieres, es un fin de semana, hablaré con el Jefe-.
Adelantándose a la contestación del Capitán uno de los Tenientes, se dirigió a mi para decirme:
-Y si no la explotas, vas a por ella y la coges con los dientes, ¡capullo!-.
Risas ante la frese del Teniente, él muy ufano sonrió a la clientela y a su Capitán.
Me entregaron un peine con cinco cartuchos, me adelanté dos pasos de los oficiales, justo al lado donde se encontraba emplazada una ametralladora, me puse rodilla en tierra y encaré el fusil. Ahora todos estaban de pies y mirando hacía la campiña sin observar ningún punto de prudencia y permanecían atentos al desenlace de la apuesta.
-¡Pero! ¿Qué hacía ese insensato?-, comentaba la mayoría. -Está apuntando unos seis metros a la izquierda, del lugar batido por los oficiales-. Murmullos, a pesar de estar en plena sierra los cuchicheos se dejaban oír, la verdad es que no eran muy favorables y tanto si acertaba como si no, me encontraba en la picota. Efectué un disparo y al unísono, una explosión retumbó en el monte e inmediatamente me introduje en el lugar sagrado de mi ser, para dirigirme a ella:
-Deberías haber sido más enérgica. ¿Por qué has dejado a mi vanidad suplantarme?, ¿y si no acierto?. ¿Qué me habría pasado?.
-Muy listo no eres, si lo hubieras sido, ahora serías un oficial de academia, naturalmente en el país de los ciegos el tuerto es el rey, pero este Cuerpo con el que te has comprometido; es muy arcaico, piramidal, pero sobre todo no encajan bien los listillos, habíamos quedado en pasar inadvertidos. Y una advertencia cuando vuelvan a lanzar una granada, vuélvete y no te quedes mirando a donde la lanzan, pues la metralla no sabes a donde puede dirigirse, es preferible que te dé en las posaderas o en la espalda y no en el rostro-.
-Si pero ahora iremos a Guinea-.
-¡Que te lo crees tú eso!, yo allí no pienso ir, no se me ha perdido nada en el África ecuatorial y ya sabes quién manda-.
Naturalmente el capitán no estaba facultado para conceder tal petición. Y al verme pensativo dialogando con la “Chicharrilla” me dijo:
-¿Lo has pensando bien?, en Guinea hay muchas anofeles y bichos de todas las clases como sabrás, además todos los que vuelven de allí vienen algo tocados. Pero cómo sabias donde estaba la granada. Lo que te voy a conceder si quieres, es un fin de semana, hablaré con el Jefe-.
-¡A sus órdenes mi capitán!-.
Durante las comidas, el Cabo o Sargento que se encontraba de servicio ese día, nos instruía leyendo un libro en el que se narraban los hechos históricos, heroicos y ejemplares, en los que la Guardia Civil había sido protagonista directo en los mismos. El Alcázar de Toledo, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, el Cuartel de Tocina, etc., etc. Era en esos momentos cuando se acercaban a mi memoria, los tres días que pasaba interno en la “Casa de Ejercicios Espirituales”, cuando se acercaban las fechas de Semana Santa, en los tres últimos años del bachillerato. Llamaban a aquel retiro “los ejercicios espirituales de San Ignacio”, eran días alejados de la familia, de los compañeros y de los amigos que, aunque los tenías al lado no podías, ni te permitían hablar con ellos. Desde que amanecía hasta que nos íbamos a la cama, éramos bombardeados con las vidas de los santos, San Francisco Javier, San Luís Gonzaga, San Estanislao de Kosca y naturalmente con la de San Ignacio de Loyola. Todas aquellas vidas ejemplares eran recibidas por la mayoría de los que asistían a aquellos ejercicios con enormes bostezos, la mayoría estábamos allí recluidos; por las circunstancias sociales, por el entorno familiar, en una palabra, obligados.
Esa era la diferencia para que el silencio en aquel comedor, entre cucharada y cucharada, en ciertos pasajes de las narraciones, cuando éstas llegaban a su punto álgido, se mascase más el silencio, que los alimentos que engullíamos. Allí, todos estábamos voluntarios e íbamos a vestir el mismo uniforme, que aquellos antecesores nuestros los cuales, habían entregado su vida por la Patria.
Las anécdotas se suceden durante todo el tiempo que permanezco en la academia, algunas curiosas que invitan a la risa, otras te acercan al polo opuesto, pero todas ellas son propias de un Centro de Instrucción, de un Regimiento o cualquier otro colectivo numeroso, en el que los jóvenes se encuentran bajo un régimen militar. Yo todas esas historietas las voy a dejar a un lado para presentaros a un hombre, que sin saberlo él llamaba mi atención y era el Cabo Pepe.
Hacía un tiempo de esos que recuerdas y cuentas en las tertulias cuando se habla del tiempo y del frío que se pasaba antes, lo voy a calificar como “un frío de cojones”. Por las ventanas, apenas podíamos ver el patio, el vapor del dormitorio se había condensado y había formado en los cristales una película de hielo, que impedían la vista tras ellos, El calor de las yemas de los dedos de mi mano haciendo círculos, deshicieron el hielo y me permitieron ver el exterior que daba al patio. En ese lugar del recinto militar, se iniciaban, desarrollaban y finalizaban todas las actividades físicas y de instrucción. Faltaban unos minutos para formar y nadie se movía de la nave dormitorio, estábamos a la espera de que el cornetín llamase a formación, para salir rápidamente al patio. Al mirar a través del cristal le vi, allí estaba como de costumbre, unos minutos antes de que cualquiera de nosotros saliera al patio, por lo visto el tiempo para él, no era ningún obstáculo para no cumplir, con la solemnidad con que ejercía su trabajo.
Plantado en el centro de un patio cubierto con una cuarta de nieve estaba él; alto, delgado, la carne de sus carrillos parecía querer meterse entre las muelas y éstas como con ganas de echarlas el diente. No me equivocaría mucho, si os digo que debió de pasar una posguerra muy dura y que el hambre se cebó con él, ese era su aspecto externo, porque de enfermo nada, tenía mucha más energía que la mayoría de los que le contemplábamos. El gorro cuartelero clavado hasta las cejas y el capote le llegaba hasta los tobillos, parecía haberlo heredado del General Prim, pues el color verde había desaparecido y no había forma de encontrar en el espectro del “arco iris”, un color semejante al de su capote, aunque alguno de los alumnos decía, que como había estado en la escolta de Franco, tenía el privilegio de llevar ese abrigo. El cuello se le quedaba corto y quedaba encajado entre la solapa cerrada del abrigo, pero su cabeza como un periscopio la alargaba, mirándonos por encima de las nuestras, consciente de que todas nuestras miradas estaban fijas en él. Se encontraba a la espera de colocarse los galones de sargento, como máxima aspiración en su carrera militar y para conseguirlo, había tenido que reengancharse.
El Cabo Pepe había formado parte de la “contrapartida”, estas unidades fueron creadas por la Guardia Civil para el exterminio del “maquis” o “bandoleros”. Estos eran unos grupos sediciosos que, en diversos puntos de la geografía española, una vez terminada la guerra civil, hicieron notar su presencia; con escaramuzas, sabotajes, de una forma anárquica y sin apenas ayuda exterior, verdaderos héroes en contraposición a sus dirigentes políticos, que huyeron con el rabo entre las piernas, después de haberlos embarcados en aquella lucha sin futuro. Se comentaba entre los alumnos que, en uno de esos enfrentamientos, el Cabo Pepe acabó con la vida de uno de ellos y por cuyo motivo lo habían ascendido a cabo.
Pensaba yo, que no podía ser de otra forma su ascenso, ya que al hombre se le veía escaso de luces, la vida apenas le había pulido y fuera de la energía en el mando, de lo demás, nada de nada. Pero la vida es camino, no sólo van nuestros pasos por las sendas marcadas y señaladas para llegar a una meta, para llegar a un destino, para llegar a la dirección marcada y siguiendo un rumbo establecido. También pueden utilizarse atajos, recovecos y el Cabo Pepe si no llega a ser porque el destino le hizo tomar uno de esos atajos, nunca habría alcanzado esos galones tan deseados.
Por entonces y a pesar de la figura del Cabo Pepe, éramos muchos los que soñábamos tumbados en nuestros catres, en los momentos de descanso entre formación y formación, como conseguir el grado de cabo, primer y principal escalón en las aspiraciones de cualquier guardia, para seguir escalando puestos en el escalafón militar por méritos frente al enemigo.
Los maquis habían pasado a la historia, eso hacía imposible el ascenso por méritos frente al enemigo. Más lo que no se nos pasaba por la imaginación en aquel tiempo, era que un enemigo más siniestro, aprovechando los nuevos aires de libertad que comenzaban a respirarse en España, iban a ser aprovechados precisamente, por un sector privilegiado por esta, para gestar en una región española envidiada por el resto de la nación, fundamentalmente por su pujanza en la industria, clave e impulsora del desarrollo, precisamente para intentar desmembrarla. Hacía ella fluían gentes de resto de regiones más deprimidas, en busca de un empleo y por tanto de una mejor calidad de vida y ellos nacionalistas de pro, de RH distinto y con el cráneo dolicocéfalo, aprovecharon para crear un monstruo de dimensiones infinitas con la anuencia del resto de opositores al régimen.
Ellos, los que los alentaron, pero sobre todo por la indiferencia de la población, se avivó la llama de ese terrorismo tan sanguinario, que ha destruido tantas y tantas familias, por la ambición de unos fanáticos que desean implantar sus ideas apoyándose en métodos violentos y de los que otros más hipócritas, les han arropado para alcanzar sus objetivos de ambición política.
Al finalizar esta instancia en la academia y recordando los lavabos, podemos recordar el artículo tercero del Reglamento que dice:
Artículo tercero: El Guardia Civil por su aseo, circunspección, buenos modales y reconocida honradez, ha de ser siempre un dechado de moralidad.
Durante las comidas, el Cabo o Sargento que se encontraba de servicio ese día, nos instruía leyendo un libro en el que se narraban los hechos históricos, heroicos y ejemplares, en los que la Guardia Civil había sido protagonista directo en los mismos. El Alcázar de Toledo, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, el Cuartel de Tocina, etc., etc. Era en esos momentos cuando se acercaban a mi memoria, los tres días que pasaba interno en la “Casa de Ejercicios Espirituales”, cuando se acercaban las fechas de Semana Santa, en los tres últimos años del bachillerato. Llamaban a aquel retiro “los ejercicios espirituales de San Ignacio”, eran días alejados de la familia, de los compañeros y de los amigos que, aunque los tenías al lado no podías, ni te permitían hablar con ellos. Desde que amanecía hasta que nos íbamos a la cama, éramos bombardeados con las vidas de los santos, San Francisco Javier, San Luís Gonzaga, San Estanislao de Kosca y naturalmente con la de San Ignacio de Loyola. Todas aquellas vidas ejemplares eran recibidas por la mayoría de los que asistían a aquellos ejercicios con enormes bostezos, la mayoría estábamos allí recluidos; por las circunstancias sociales, por el entorno familiar, en una palabra, obligados.
Esa era la diferencia para que el silencio en aquel comedor, entre cucharada y cucharada, en ciertos pasajes de las narraciones, cuando éstas llegaban a su punto álgido, se mascase más el silencio, que los alimentos que engullíamos. Allí, todos estábamos voluntarios e íbamos a vestir el mismo uniforme, que aquellos antecesores nuestros los cuales, habían entregado su vida por la Patria.
Las anécdotas se suceden durante todo el tiempo que permanezco en la academia, algunas curiosas que invitan a la risa, otras te acercan al polo opuesto, pero todas ellas son propias de un Centro de Instrucción, de un Regimiento o cualquier otro colectivo numeroso, en el que los jóvenes se encuentran bajo un régimen militar. Yo todas esas historietas las voy a dejar a un lado para presentaros a un hombre, que sin saberlo él llamaba mi atención y era el Cabo Pepe.
Hacía un tiempo de esos que recuerdas y cuentas en las tertulias cuando se habla del tiempo y del frío que se pasaba antes, lo voy a calificar como “un frío de cojones”. Por las ventanas, apenas podíamos ver el patio, el vapor del dormitorio se había condensado y había formado en los cristales una película de hielo, que impedían la vista tras ellos, El calor de las yemas de los dedos de mi mano haciendo círculos, deshicieron el hielo y me permitieron ver el exterior que daba al patio. En ese lugar del recinto militar, se iniciaban, desarrollaban y finalizaban todas las actividades físicas y de instrucción. Faltaban unos minutos para formar y nadie se movía de la nave dormitorio, estábamos a la espera de que el cornetín llamase a formación, para salir rápidamente al patio. Al mirar a través del cristal le vi, allí estaba como de costumbre, unos minutos antes de que cualquiera de nosotros saliera al patio, por lo visto el tiempo para él, no era ningún obstáculo para no cumplir, con la solemnidad con que ejercía su trabajo.
Plantado en el centro de un patio cubierto con una cuarta de nieve estaba él; alto, delgado, la carne de sus carrillos parecía querer meterse entre las muelas y éstas como con ganas de echarlas el diente. No me equivocaría mucho, si os digo que debió de pasar una posguerra muy dura y que el hambre se cebó con él, ese era su aspecto externo, porque de enfermo nada, tenía mucha más energía que la mayoría de los que le contemplábamos. El gorro cuartelero clavado hasta las cejas y el capote le llegaba hasta los tobillos, parecía haberlo heredado del General Prim, pues el color verde había desaparecido y no había forma de encontrar en el espectro del “arco iris”, un color semejante al de su capote, aunque alguno de los alumnos decía, que como había estado en la escolta de Franco, tenía el privilegio de llevar ese abrigo. El cuello se le quedaba corto y quedaba encajado entre la solapa cerrada del abrigo, pero su cabeza como un periscopio la alargaba, mirándonos por encima de las nuestras, consciente de que todas nuestras miradas estaban fijas en él. Se encontraba a la espera de colocarse los galones de sargento, como máxima aspiración en su carrera militar y para conseguirlo, había tenido que reengancharse.
El Cabo Pepe había formado parte de la “contrapartida”, estas unidades fueron creadas por la Guardia Civil para el exterminio del “maquis” o “bandoleros”. Estos eran unos grupos sediciosos que, en diversos puntos de la geografía española, una vez terminada la guerra civil, hicieron notar su presencia; con escaramuzas, sabotajes, de una forma anárquica y sin apenas ayuda exterior, verdaderos héroes en contraposición a sus dirigentes políticos, que huyeron con el rabo entre las piernas, después de haberlos embarcados en aquella lucha sin futuro. Se comentaba entre los alumnos que, en uno de esos enfrentamientos, el Cabo Pepe acabó con la vida de uno de ellos y por cuyo motivo lo habían ascendido a cabo.
Pensaba yo, que no podía ser de otra forma su ascenso, ya que al hombre se le veía escaso de luces, la vida apenas le había pulido y fuera de la energía en el mando, de lo demás, nada de nada. Pero la vida es camino, no sólo van nuestros pasos por las sendas marcadas y señaladas para llegar a una meta, para llegar a un destino, para llegar a la dirección marcada y siguiendo un rumbo establecido. También pueden utilizarse atajos, recovecos y el Cabo Pepe si no llega a ser porque el destino le hizo tomar uno de esos atajos, nunca habría alcanzado esos galones tan deseados.
Por entonces y a pesar de la figura del Cabo Pepe, éramos muchos los que soñábamos tumbados en nuestros catres, en los momentos de descanso entre formación y formación, como conseguir el grado de cabo, primer y principal escalón en las aspiraciones de cualquier guardia, para seguir escalando puestos en el escalafón militar por méritos frente al enemigo.
Los maquis habían pasado a la historia, eso hacía imposible el ascenso por méritos frente al enemigo. Más lo que no se nos pasaba por la imaginación en aquel tiempo, era que un enemigo más siniestro, aprovechando los nuevos aires de libertad que comenzaban a respirarse en España, iban a ser aprovechados precisamente, por un sector privilegiado por esta, para gestar en una región española envidiada por el resto de la nación, fundamentalmente por su pujanza en la industria, clave e impulsora del desarrollo, precisamente para intentar desmembrarla. Hacía ella fluían gentes de resto de regiones más deprimidas, en busca de un empleo y por tanto de una mejor calidad de vida y ellos nacionalistas de pro, de RH distinto y con el cráneo dolicocéfalo, aprovecharon para crear un monstruo de dimensiones infinitas con la anuencia del resto de opositores al régimen.
Ellos, los que los alentaron, pero sobre todo por la indiferencia de la población, se avivó la llama de ese terrorismo tan sanguinario, que ha destruido tantas y tantas familias, por la ambición de unos fanáticos que desean implantar sus ideas apoyándose en métodos violentos y de los que otros más hipócritas, les han arropado para alcanzar sus objetivos de ambición política.
Al finalizar esta instancia en la academia y recordando los lavabos, podemos recordar el artículo tercero del Reglamento que dice:
Artículo tercero: El Guardia Civil por su aseo, circunspección, buenos modales y reconocida honradez, ha de ser siempre un dechado de moralidad.
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