domingo, 2 de febrero de 2020

Capítulo I: EL BAÚL

       Imagen bajada de la red


Aquella tarde me había quedado solo en casa y decidí abrir aquel baúl de madera, que con dos tiras muy anchas de metal dorado sujetaban las tablas con las que estaba hecho. Se encontraba situado en uno de los rincones de mi dormitorio, sobre el aprovechando su amplia base, se sustentaban unos basares de madera, cuyos bordes, estaban adornados por unas tiras finas de papel blanco, cuyo extremo colgaba al aire en forma de puntillas. Encima de los estantes reposaban unas figuritas de porcelana y varias fotografías del año de “la polca”, pero irreemplazables por los ancestros que figuraban en ellas. A todo este conjunto y como si se tratara de un ritual, todos los días lo pasaban el trapo del polvo. Cuántas veces había tenido ganas de abrirlo para fisgar en su contenido, más su apertura, con aquella estantería reposando encima de la tapa del baúl, siempre me hacía desistir al ver la faena que tenía en mente resultando ser muy engorrosa. La tarea en caso de realizarla, debía de tener en cuenta dos elementos imprescindibles; el primero, contar con el tiempo necesario para desmontar aquel tinglado construido sobre el baúl y segundo, me debía de hacer con la llave de las dos cerraduras, necesaria para abrir los pestillos. Pero, ¿merecería la pena arriesgarme tanto por ver lo que ocultaba aquel baúl?. No recuerdo que en mi presencia lo hubieran abierto alguna vez, por lo cual, no debía de contener cosas de interés cotidiano, ya que su apertura como os cuento, era bastante dificultosa.
Llevaba unos días en los que la curiosidad, me había aumentado de forma casi obsesiva y era rara la noche, que al ir a acostarme no le echaba un vistazo inquisitivo a aquel baúl. Él, aunque inerte en su rincón, me hacía unos guiños tan provocativos, que fijaban en mí la idea de despedazarlo sin ningún miramiento. Mi padre había fallecido meses atrás y una citación oficial había llegado a casa. En ella, se comunicaba a los herederos, para que hicieran entrega de un arma, que presumiblemente le habría pertenecido y de esa forma, seguir los pasos reglamentarios para su nueva legalización. Esta fue la verdadera circunstancia, que hizo renacer en mí el impulso a la curiosidad almacenada y la perfecta excusa para ver su contenido. Si algo tan peligroso como un arma, se encontraba en la casa, ésta debía de guardarse en el lugar más seguro de la misma y yo no tenía la menor duda, de que ese lugar era el baúl que tenía frente a mis narices. El resto de los cajones de los armarios, mesillas, cómodas de los dormitorios y otros rincones donde se pudieran ocultar objetos de cualquier clase, por supuesto, que ya habían sido fisgados con anterioridad, como lo hubiera hecho cualquier chico de mi edad, a la búsqueda de algo prohibido.
Esa tarde, uno los dos requisitos indispensables para realizar la misión se cumplía. Mi madrastra encontrándose ya a punto de abrir la puerta de la calle para marcharse me dijo: -Paco, me ha llamado Dª. Mabelina, pasaré la tarde en su casa, no te preocupes, posiblemente volveré tarde, ya la conoces, es muy pesada. ¿Te acuerdas de Luisito?-. -Si-. Respondí esperando una recriminación a mi falta de luces en mis estudios.  Como ya sabes, se ha colocado en la fábrica de ingeniero y ya me ha dicho, que quiere que vayas a verle. No pierdas su amistad. Mientras ella me decía estas palabras desde el pasillo, mi corazón comenzó a latir más fuerte que de costumbre. 
Al cerrar la puerta tras ella, salté de la silla y mis pasos se encaminaron hasta mi habitación. Iba a comenzar la visita de fondeo y además, ésta quedaría en la más completa impunidad. Así que antes de entrar en mi dormitorio, pasé por el cuarto de los trastos, de la caja de herramientas cogí un martillo de desclavar puntas en una mano, en la otra un destornillador y corriendo como si el tiempo se lo llevara el diablo, fui derecho a la mesilla del dormitorio de mi madrastra. Abrí el segundo cajón y de él, extraje una caja de medias de seda y del interior de esta, un llavero circular en el que se encontraban todas las llaves de la casa duplicadas. Eran de todos los calibres; pero para mí, fue fácil distinguir la precisa para abrir la cerradura. No necesitaba nada más, así que con todos estos útiles, entré en mi dormitorio decidido a enfrentarme a las dificultades con arrojo. 
Miré desafiante al baúl, esta vez era yo el inquisidor, que empleando todos los argumentos precisos, desentrañaría el secreto buscado. Sin más cortapisas, me acerqué al rincón dónde se encontraba el misterio a resolver y antes de abrir sus entrañas, le dije: - No pensabas que me iba a atrever, ¿verdad?-  Retiré los objetos de adorno de las estanterías, colocándolos encima de la coqueta de mi dormitorio, después desclavé las puntas que la sujetaban a la pared y retiré la repisa con sumo cuidado, dejándola sobre el suelo. La operación había comenzado sin ningún contratiempo y el tiempo jugaba a mi favor. Introduje la llave en una de las cerraduras y al girarla a la izquierda, el pestillo saltó con fuerza contra la pared del baúl, produciendo un fuerte sonido metálico “clas”, en el momento en el que se liberaba del cierre. Me pareció, que aquel resorte debía de haber estado esperando ese momento desde hacía mucho tiempo, al haberse soltado con tantas ganas de su enganche natural. Volví a introducir la llave en la segunda cerradura, giré ésta como había hecho con la anterior, pero esta vez el efecto deseado no fue el mismo, una vuelta a la derecha otra a la izquierda y nada. El pestillo no se movía, los nervios que hasta ese momento se habían comportado maravillosamente, comenzaron a fallarme y el nerviosismo apareció en el escenario. Mi mano se precipitó a coger el destornillador, que había dejado con anterioridad en el suelo con los demás útiles y me dispuse a apalancar la cerradura, para liberar el cierre. Fue en ese preciso momento, cuando iba a emplear la fuerza contra aquel cierre que se me resistía, fue cuando apareció “Pepito Grillo”; si, si, la conciencia de Pinocho; sólo, que conmigo no tenía esta apariencia, ni de ninguna otra clase de animal o cosa, físicamente no existía, aunque en ocasiones era una verdadera chicharra; por pelma, pesada y machacona y ese fue, el nombre cariñoso que la di desde aquel momento a mi conciencia. “Chicharrilla”, “mi Chicharrilla”.
Ella fue, la que desde una Navidad con trece años cumplidos, se ensambló a mi cuerpo con la fuerza de un coloso. Creo recordar ese momento, como aquel en el que abandoné la infancia para entrar en la etapa de la pubertad. Desde entonces, ella me ha acompañado día a día y siempre ha estado junto a mí en todos los momentos de mi vida, desde los menos intrascendentes hasta en los más importantes. La lástima es, que en muchas ocasiones, no la presté la atención que ella y sus desvelos se merecen. Dialogábamos muy a menudo, ella lo hacía con un tono bajo, de forma suave e inteligible, dejando caer lentamente el contenido de sus explicaciones; a sabiendas, de que éste aunque era recibido con atención, no estaba segura de que la sustancia de sus advertencias y consejos, serían cumplidos al pie de la letra. En ocasiones, ni al pie, ni a la letra y fue en este momento, cuando iba a forzar el cierre cuando se dirigió a mí: - Paco, ten cuidado no vayas a estropear la cerradura, luego dices que te riñen sin motivo. No la fuerces, si está de abrirse, se abrirá-.  Sus palabras detuvieron la acción a punto de emprender, esta vez no se parecía a la de anteriores ocasiones, parecía estar complaciente ante un acto de conducta dudosa. Por cosas de menor importancia, al menos así pensaba yo, me había llamado la atención, ahora además, se había presentado justo en el momento en el que iba a emplear la fuerza para destrozar la cerradura, con lo que habría dejado las huellas palpables de mi intromisión en el baúl. Menuda era mi madrastra, sabía dónde estaba colocada cada cosa y como la había dejado el día anterior, era muy difícil dársela, para mi casi imposible.
Me detuve en la acción para seguir su consejo, dejé el destornillador en el suelo y volví a girar la llave a la izquierda y al apretarla un poco hacía adentro, escuché un pequeño “clic”. Con la mano que tenía libre, tiré del pestillo hacía afuera, el enganche liberó el cierre y quedó abierta la segunda cerradura. Levanté la tapa del baúl y chirriando sus goznes, quedó reposada contra la pared, sencillo pero mi corazón comenzaba a aumentar sus palpitaciones. Lo que estaba haciendo, no era ningún pecado mortal, de haber sido así la “Chicharrilla”, se habría hecho notar con anticipación, sobre todo si este pecado mortal hubiera estado relacionado con el sexto mandamiento, losa pesadísima que acompañó a la mayoría de las “chicharrillas”, adoctrinadas en colegios religiosos en la década de los años cincuenta del siglo pasado y más concretamente, en aquellos regidos por los Padres de la Compañía de Jesús. Lo que estaba haciendo muy correcto no era, pero ya no debía de dudar ni volverme atrás. Esa aventura era, uno de esos tantos episodios juveniles, que todos tenemos en esa etapa tan preciosa de la vida en la que comenzamos a ser conscientes de nuestros actos. Se había iniciado y debía proseguirse hasta el final, ya que podría no volverse a dar otra ocasión tan propicia, para la realización de un nuevo intento. A sí que sin dudarlo más emprendí, manos a la obra.
Eran: Sábanas, colchas, mudas, a medida de que mis manos se introducían en el interior del baúl, ahuecando las telas para comprobar que había más abajo, éstas pesaban demasiado y me impedía fiscalizarlo como yo deseaba. Todos aquellos retales no me interesaban para nada y la pistola que buscaba no daba con ella..., pero mis manos no tocaban el fondo del baúl. Un poco desanimado si me encontraba y estuve a punto de tirar la toalla, ¿Merecía la pena el riesgo que corría? La Chicharrilla debía de haberse quedado frita en su siesta particular, a pesar de lo que estaba haciendo, ella no metía los hocicos en la acción y me dejaba hacer. Esta circunstancia la aproveché para darme un nuevo brío a la investigación. Si hay algo especial debe ocultarse, ¡Por cachabas! tiene que estar en el fondo del baúl y para ello no tenía más remedio, que sacarlo todo fuera. Del misterioso baúl salieron a la luz: Retales de varios colores, sábanas, una colcha con muchas puntillas, camisetas, calzoncillos largos y cortos, telas de forros, combinaciones y demás efectos propios del ajuar de una familia, todos ellos impregnados de un fuerte olor a naftalina. Aquellas prendas estaban amarillentas, de un color lechoso, estaban olvidadas de sus propietarios, pero no del paso del tiempo.
Todas estas ropas con mucho cuidado, las iba dejando muy ordenadas encima de la cama, para volverlas a colocar después con el mismo orden. Una vez fuera todos estos artículos, faltaba por retirar del interior del baúl, un saquillo de tela blanco, como los que había visto de niño, cuando traían a casa el racionamiento en los años de penuria y de los que, ya nos habíamos olvidado todos en aquel verano del sesenta y uno, momento en el que da comienzo esta narración. Saqué el talego del baúl y al tenerlo entre mis manos, puede comprobar que por su falta de peso y por la forma de su volumen, me indicaban claramente, que en el contenido de su interior, no podía estar el arma, que tan anhelosamente estaba buscando. Intenté imaginar el objeto que podía encontrarse en el saquillo, pero su poco peso y unas esquinas pronunciadas, me despistaban, no conseguía desvelar que contenía, el sentido del tacto al parecer no lo tenía muy desarrollado por aquel tiempo. De todas formas, allí en el interior del saquillo que tenia entre mis manos, residía el secreto de aquel baúl y por el que me estaba arriesgando tanto.  Con cierto nerviosismo, solté el nudo del cordel que anudaba el saco y al ahuecar su boca, extraje de el un sombrero negro de charol. Esa prenda de cabeza era un tricornio. Para mi chico de capital, se me hacía rara esta prenda, sólo en las procesiones, en los desfiles militares y ocasionalmente en el tren, había visto a los Guardias Civiles; con sus capas verdes, sus fusiles y naturalmente con sus sombreros de charol negros. Al tener entre mis manos el tricornio, sentí una rara sensación y al tocar con los dedos de mi mano su interior y girarlo para verlo mejor, un libro de reducidas dimensiones cayó al suelo. Me agaché y lo recogí, las esquinas de sus tapas de cartón las tenía descarnadas y en el centro de la misma, un título coronado decía así:
La Cartilla del Guardia Civil”. La abrí, sus hojas eran de color pajizo y muy sobadas. Su propietario, debió de hacer un gran uso de ella. Pasadas las primeras páginas de presentación, “la Cartilla” comenzaba con el capítulo primero y leí:
Prevenciones Generales para la obligación del Guardia Civil”.
Artículo primero: El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarse sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás.
El párrafo de este su primer artículo, quedó grabado en mi mente. “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil...”. Esa era la máxima de esos hombres, que sólo en escasas ocasiones había visto y de los que tenía un escaso conocimiento, entonces comenzaron a afluir las preguntas. ¿Qué hacía ese tricornio allí?, ¿porqué se guardaba tan celosamente?. Y si estas preguntas eran interesantes, a la siguiente, la daba más entonación, ¿porqué a los Guardias Civiles se les tenía miedo?. Nunca habíamos hablado de este tema los amigos de la panda, ni tampoco este asunto había sido argumento de conversación en casa, aunque de pequeño sí que había jugado a “Civiles y Ladrones”. A los hombres que vestían el uniforme verde, los veía lejanos, como fuera de mi esfera a pesar de que de niño, el uniforme caqui de mi padre, con sus botas altas, sus espuelas tintineantes y en ocasiones los correajes de gala, la banda rosa, las medallas y el sable, me llamaban la atención como a cualquier chico de aquella época. ¡Entonces!. ¿Porqué ese miedo a los Guardias Civiles?. ¿Qué se podía esperar de unos hombres, cuya principal divisa es el honor?. Volví a introducir todos los enseres en el interior del baúl, con el suficiente cuidado, como para que no se notase mi intromisión. La Chicharrilla que hasta ese momento había permanecido saboreando una magnífica siesta, salió del sopor en el que se encontraba para decirme:
- “Paco, quédate con ese librillo, nadie lo va a echar en falta, es más interesante que la novela del oeste que estás leyendo y tienes encima de tu mesilla de noche, además, si ya te sabes el final, como siempre gana el bueno”-.
No había que ser un lince para saber, que por muchos puñetazos que le dieran al vaquero protagonista a lo largo de toda la novela, en el último momento les iba a meter todo el plomo que llevaba en sus cananas a todos aquellos canallas, que a montones deambulaban por el oeste americano y que a lo largo de la novela, le habían hecho la vida imposible; además, al final de la novela como buen galán, se iba a llevar a la mejor chica al huerto. Naturalmente, de haber tenido este final en un huerto no habría sido muy cinematográfico, en aquellos tiempos no se sospechaba el nuevo significado del “huerto”, que en la actualidad y en sentido figurado iba a explicar algo, que nada tiene que ver con los tomates, pepinos, lechugas y el resto de hortalizas. Siempre era lo mismo, pero por dos reales que costaba cambiar la novela en el kiosco de la esquina, ¿qué más podías pedir?, la lectura para toda la semana estaba asegurada.
Entonces la hice caso y desde ese momento, mi afición a la lectura de novelas del oeste, policíacas y de ciencia ficción, se entremezclo con la de aquel librito, el que no devolví a su lugar de origen. Los artículos que figuraban en el se sucedían uno detrás del otro, estaban llenos de sustancia, sin descripciones, sin descanso para la paja, sin ninguna clase de desperdicio y leyéndolos y releyéndolos una y otra vez, me iban dejando un poso todas sus sentencias. Una de las preguntas que me inquietaba sobremanera al ver el tricornio, quedó desvelada cuando pasado un tiempo de aquel hallazgo, yo circulaba con mi Vespa, por una carretera local próxima a la capital una tarde calurosa de verano. A la salida de una curva de visibilidad reducida y a la sombra de unos chopos, un policía de tráfico situado junto a su motocicleta, levantó su mano en señal de parada. En ese momento no circulaba por la carretera ningún otro carruaje, la señal era clara e inconfundible se refería a mí y me obligó a detener el vehículo que conducía.
Detuve la moto unos metros más adelante de donde él se encontraba, a la vez que me preguntaba a mí mismo. ¿Porqué me mandará parar?, voy despacio, no he pisado la línea continua, no he molestado a ningún vehículo, ¿qué habré hecho?. El agente, se acercó a mí, me dio las buenas tardes y a la vez me saludó militarmente preguntándome.  - ¿Dónde lleva su motocicleta el espejo retrovisor?-
El espejo en cuestión era un objeto de chapa redondo de unos seis centímetros de diámetro, que tenía pegado un espejo de reducidas dimensiones en el anverso, éste debía de ir colocado sobre el faldón lateral izquierdo de la motocicleta y apenas se veía nada a través de él, yo incluso pensaba, que era un adorno, más bien un estorbo. Días antes de este encuentro lo había quitado de su lugar reglamentario, recogiéndolo en el maletín que tenía la moto para las herramientas, de esta forma evitaba el supuesto hurto de dicho espejo, ya que el garaje en el que guardaba la moto era el de “la estrella” (*) por entonces más seguro que muchos aparcamientos vigilados en la actualidad. Observé a esos motoristas que me habían detenido, ellos vestían de verde, lo cual significaba que no pertenecían a la Policía Armada y de Tráfico, ni tan poco a la Policía Municipal, que por aquellas fechas comenzaban también a motorizarse. ¿Quiénes eran esos agentes de tráfico?. ¿A qué Cuerpo pertenecían?
El motorista que me había detenido, me pidió la documentación del vehículo y la mía personal, e inmediatamente comenzó a confeccionar el boletín de denuncia por la infracción observada a mi vehículo. Miré al agente que me estaba denunciando, le observé detenidamente; pulcro, aseado, el uniforme impecable, las botas lustrosas, tenía cierto aire de nobleza en sus movimientos y muy seguro de sus acciones desde el mismo momento de mi detención. Después de esta observación mis ojos fueron atraídos por una chapa ovalada, dorada y brillante, que se encontraba prendida por encima del bolsillo superior derecho de su guerrera y en la que se podía leer “Guardia Civil de Tráfico” Me fijé también en su motocicleta; negra, limpia, brillaban sus partes metálicas reflejando los escasos rayos solares que poderosos, apartando las hojas de los chopos se dejaban caer entre ellas, en aquellas primeras horas de la tarde de un hermoso día de verano, sobre las anchas estepas de Castilla y me pareció enorme aquella máquina.
Sus palabras fueron las justas, su saludo militar y su corrección, quedaron superadas, cuando el mismo agente que me había denunciado, al comprobar que llevaba el espejo guardado tal y como le había dicho, éste me lo pidió, para sacar a continuación una llave inglesa del interior de una bolsa de plástico negra, que se sustentaba en la parte superior de su motocicleta, justo encima del depósito de la gasolina, me colocó el espejo en el lugar reglamentario de mi motocicleta. Quedé boquiabierto y perplejo. ¿Qué extraña razón había para que, a aquellos hombres se les tuviera miedo?. ¿Serían los sucesores de la Leyenda Negra? o es, ¿qué en todas las sociedades o colectivos, tiene que haber siempre algún sufrido, al que se debe colgar el “San Benito”?, o ¿aquellos que aguantan con los pecados de otros?, o eran simplemente ¿aquellos que con sencillez, sin levantar la voz, actuando con estoicismo, trabajando con disciplina y sin cara a la galería, soportan con humildad los embates de la historia?.
En ese momento con la denuncia en la mano, me dije: “Me gustaría ser uno de ellos”. Noté que a la “Chicharrilla”, no la pareció mala la idea e incluso se alegró de ver un horizonte de proyecto en mi vida. Ella sabía más, pero nunca traspasó esa barrera del futuro. La multa fue de cien pesetas, la hice efectiva en el momento, por lo que obtuve una reducción del veinte por ciento, esa cantidad que hoy día parece irrisoria, en ese momento hizo una mella muy importante en mi economía. Al llegar a casa y contar lo sucedido a mi madrastra, ella me dijo: -¿Porqué no le dijiste que tu abuelo había sido Guardia?; a lo mejor, no te habría denunciado-. Yo había conocido al abuelo de Guarda en una fábrica, hasta que años atrás nos había dejado de esta vida. En aquellos años en los que mandaba el General Franco, los Guardias eran retirados de la vida activa a los cincuenta años, con una jubilación miserable después de haberse dejado la piel, por mantener la paz en nuestra Patria, en unos momentos de nuestra historia; duros, difíciles y denotados por ambiciosos políticos con ansias de poder.
(*) Garaje “La Estrella”: Nombre coloquial que se utilizaba para decir que se había aparcado el vehículo al aire libre, al raso.

Y este es el momento de incluir una de las estrofas de nuestro himno:
...Por ti cultivan la tierra,
la Patria goza de calma,
por tu conducta en la guerra,
brilla airoso tu pendón... “.
-¡Qué bonito!- Pero para aquellos hombres que habían entregado toda su vida sin desfallecer, sin un día de descanso, por amor a esos ideales de entrega a los demás, por mantener esa Patria en paz. Precisamente, esos hombres tenían que buscarse otro trabajo, para poder seguir manteniendo a una familia, que le habían seguido sin rechistar durante esos años de sacrificio.
Así que antes de que yo hubiera pensado tomar aquellos hábitos, ya tenía un precedente y se desveló, una de las preguntas que me había hecho al tener en mis manos el sombrero de charol. Las siguientes, poco a poco se irían desvelando pero para ello, debería de introducirme en sus estructuras y empezar una nueva aventura. Esta aventura daría sentido a mi vida y comenzó a fraguarse, desde el mismo momento en que leí el primer artículo de “La Cartilla” que se escondida en el interior del tricornio, y saqué del fondo de un baúl olvidado.
¡Gracias “Chicharrilla”!

Continuará...
Próximo capitulo: “EL PRODUCTOR”














5 comentarios:

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  2. Un relato sencillo y apasionado que nos traslada al corazón de la historia, asumiendo los riesgos del protagonista así como sus logros. ¡Enhorabuena, a mi también me encanta el verde!.

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    1. Gracias Arquera espero que con tu ayuda llegemos a interesar con estas rarraciones a aquellos que tengan ganas de vivir esperiencias de personas normales. A medida que avancen los capítulos creo que llegaremos a introducirlos dentro de esos relatos de un joven de los años sesenta del siglo pasado.

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  3. Me encantan estas historias de abuelos y baúles, historias guardadas en lo profundo de los recuerdos. Ya estoy espectante de la próxima entrega.

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    1. Hola Juan José, yo también cuando era joven me gustaban las historietas que contaban los mayores, alguna vez me retiraron del grupo diciendo eres un mocoso esto no te interesa, eran otros tiempos pero yo las vivia como algo mio. Ahora vosotros recoger nuestras vivencias, creo que si sigues leyendo estos relatos lo pasarás bien por que creo que son entretenidos.

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