domingo, 3 de enero de 2021

Capitulo IX -LOS BOMBEROS-

 

   Imagen bajada de la red





Regresamos del servicio nocturno sobre las siete treinta horas de la mañana y durante el tiempo que me tocó pasarlo en vela, no hice otra cosa más, que darle vueltas a la cabeza, pensando en la forma de meter mano a las sábanas. Pensareis, vaya unos pensamientos tiene un agente del Resguardo en plena faena de su trabajo, la verdad es, que veréis porque salen a relucir las sábanas. Si que guardan alguna relación e incluso hasta podemos llegar a momentos de gran intensidad viril, más no van por ahí los tiros. Tampoco es que ellas, las sábanas, se dirigieran a mí directamente al ser una cosa inanimada solicitando algo necesario, pero llevaba ya unos días, que cuando me acostaba en la cama y al meterme entre ellas o al estirarlas por la mañana para que se oreasen un poco o posteriormente cuando las cubría con la colcha, la Chicharrilla hacía algún comentario.

-A este paso te van a comer los currucucos, pero ¿no las ves?, parece que van tomando un color enfermizo-

Y la solía contestar un poco angustiado. -Si claro, pero, ¿Quién las tiene que lavar?, que bonitos se ven los toros desde la barrera-

La respuesta era rápida y concisa.

-Que quieres, ¿Qué las lave yo?, un ser etéreo, no dejes pasar más tiempo y lávalas ya en la explanada hay una hermosa pila de lavar-

Llevaba unos pocos días muy pesada, la cantinela me la sabía de memoria, el caso es que tenía toda la razón. El resto de las prendas las lavaba en un balde de chapa, que el anterior inquilino del pabellón había dejado, como prenda por unos desconchones que había hecho en la pared, según me contó el Cabo cuando le presenté el inventario del pabellón. Ahora bien, las sábanas eran otro cantar, así que esta mañana había venido decidido a meterme con ellas, no serían un obstáculo en mi vida cotidiana y hasta algún día podría dar alguna lección…. ¿a quién? Las metí en el barreño, cogí el cubo de agua empecé a descargar el agua sobre ellas, hasta que me di cuenta, que el líquido se desbordaba y caía al suelo mojando las baldosas, aquella situación se me iba de las manos, no era mucha el agua, pero si hacía alguna gotera al vecino de abajo, no sé qué me pasaría, vamos una gotera del piso de arriba en el que no hay agua corriente y con lo escaso que andábamos de ese líquido elemento, para matarme.

En este primer intento había fracasado, recogí el agua caída y de esa forma aproveché para fregar el suelo de todo el pabellón, que también lo necesitaba un poco. Ahora sí que ya no podía volver atrás, las sábanas estaban mojadas, el siguiente plan siempre lo había rechazado, más esta vez no cabían escusas, no podía amilanarme, ni avergonzarme, ni sonrojarme, las lavaría como Dios manda, en el lavadero que se encontraba junto a las letrinas y que era donde las mujeres ejercían esta labor doméstica. ¡Qué vergüenza!.

Repito, ahora ya no podía dar marcha atrás, cogí el barreño con las sábanas y dentro un cantero de jabón, aún no daban los vecinos signos de estar levantados y bajé las escaleras con sumo cuidado para no despertar a nadie e intentar en el menor tiempo posible, finalizar la tarea en el pilón. La Chicharrilla se puso muy contenta y me dijo:

-Fuera las vergüenzas, además tú elegiste esta profesión o... ¿Ya no te acuerdas? Que pensabas, que nada más entrar en el Cuerpo, te iban a dar una moto para que fardaras con ella. Te la vas a tener que ganar día a día-

-Tienes razón, pero date cuenta de que en este lugar en el que nos encontramos, parece que la máquina del tiempo ha retrocedido unos cuantos años. Aquí no hay agua corriente, la luz viene a 125 voltios muy escasitos y de vez en cuando salta el chivato y nos quedamos todo el cuartel a oscuras, ni siquiera hay teléfono y dice el Cabo que tampoco lo quiere y en eso todos estábamos de acuerdo, pero ¡qué bochorno! No terminé mi exclamación y ella replicó.-

-Que te ha dicho tu amado Cabo, que no pienses, ¿verdad?, pues olvídate de las mujeres, de sus comentarios, de la vergüenza que puedas pasar y manos a la obra, las sábanas tienen que volver a tener su color natural, el blanco o tendré que llamarte marrano-

La actividad en “el Ventorro”, aún no había comenzado, esperaba tener el margen de tiempo suficiente para finalizar lo que ni si quiera había empezado. Abrí y cerré la puerta de la calle con cuidado, salí al exterior del edificio, dirigiéndome a la pila de lavar y deposité allí el balde.

La faena que iba a realizar con tanto desasosiego por primera vez, me producía una desazón y solo de pensarlo, me entraban unos sofocos tremendos, un hombre entre las mujeres lavando la ropa, pero después de varias coladas, cantaba al ritmo que lavaba la ropa el estribillo de “la campanera” como lo hacía la señora Luisa, cuando realizaba cualquiera de las actividades domésticas, no solo se animaba ella, sino que su alegría inundaba todo el cuartel. Es verdad este ejemplo viene dado para cualquier otra actividad que puedas realizar en esta vida y todo consiste en dar el primer paso, olvidar los perjuicios, el omitir el quebranto del orden preestablecido y después, si tienes la suerte de que te sale bien esta primera vez, pruebas la segunda y así sucesivamente, esa acción y las siguientes veces, aun las más escabrosas acciones, terminan por convertirse en rutina.

La pila de lavar era de piedra y se encontraba junto a las letrinas, con lo que se conseguía, que el desagüe fuera a parar a estas a modo de cisterna. Aquí en este cuartel hasta las mismísimas piedras tenía asignada una función. Uno de los lados de la pila donde se apoyaba el cuerpo, caía oblicuamente hasta el fondo de la misma, su superficie era ondulada y sobre esta parte las mujeres frotaban y volteaban la ropa con soltura, más todas ellas salían de sus casas llevando sobre sus caderas una tabla de lavar de madera, que las facilitaba esta labor.

Con precipitación y con las ganas que tenia de terminar lo antes posible, coloqué el balde encima de la pila que se encontraba vacía y me dirigí al aljibe para coger el agua y llenar el lavadero. Pensaba con tres o cuatro calderos llenos del líquido elemento, tendría suficiente para llenarla y ella se volvió a dirigirse a mí con algo de mofa.

-No pienses tanto y a la faena-

Pero, ¿por qué tenía que recordarme tantas veces que no pensara?, reaccioné a tiempo para decirla. -De acuerdo, en eso no lleva razón el Cabo, pero en todo lo demás sí-.

Con estas reflexiones llegué al brocal del pozo, arrojé el caldero al interior del aljibe y escuché un golpe seco al chocar el cubo con el cemento, “Cuate, aquí hay tomate”. La chicharrilla esta vez, se había puesto del lado del Cabo, con tal de lavar las sábanas la daba lo mismo quedar mal y el Cabo volvía a tener razón.

-¡Ay Dios mío bendito!-, el aljibe estaba casi vacío, el cubo al subirlo apenas llevaba un cuarto del líquido elemento. -¡Qué desastre Señor!-, esta es una prueba más para ver si contengo mi ira. Pues bien voy a poner en prueba mis nervios, todo lo que se necesita en estos momentos es calma, mucha calma, tranquilidad en los movimientos y rapidez en la acción para terminar cuanto antes lo que ya había empezado. Estos consejos me los estaba dando a mí mismo para darme ánimos, la operación no debía abordarse por escasez de agua y la dije a ella.

-Te das cuenta como sí que pienso-. Ella estaba satisfecha al escucharme eso, pero añadí: -El Cabo es el Cabo ¡entendido!-

Fueron unas cuantas idas y venidas desde el brocal del pozo hasta la pila de lavar, hasta que se llenó lo suficiente para iniciar la colada. Antes de llegar a introducir las sábanas en el pilón, las gotas de sudor resbalaban por mi cara y se hacían notar en el cuello, de haber podido recogerlas, las habría introducido en la pila para aumentar su nivel. El tiempo jugaba en contra mía, cogía la sábana y la restregaba contra la piedra ondulada, a la vez que la frotaba con el jabón de tocador, que era el único detergente que tenía para tal menester.

No era tan fácil como parecía la faena de lavar unas sábanas, Había visto a las mujeres arrojar las sábanas al pilón y volverlas a sacar, restregarlas contra la tabla, frotarlas con el jabón y aclararlas, pero a mí, el jabón se me escurría entre las manos y tardaba un buen rato en encontrarlo en el interior del lavadero, las sábanas se juntaban en el fondo de la pila y cuando tiraba de una salían las dos, además estas pesaban como demonios.

Aquella operación a todas luces sencilla, se estaba convirtiendo en una pequeña odisea.

En una de las ocasiones en las que se me escurrió el jabón de entre las manos y con el brazo metido hasta el codo buscándolo entre las sábanas, escuché la cerradura de la puerta del cuartel que daba a la parte de atrás del edificio. Frente a dicha puerta estaban los servicios y el lavadero, así que no me daba tiempo a escurrir el bulto, ya no me quedaba más remedio que permanecer allí, dispuesto a ser la comidilla y la noticia más importante de ese día en el “Ventorro”.

La puerta se abrió y apareció por ella Sonia, podía haber sido cualquier otra persona, todos menos ella. ¿Qué pensaría de mi al verme hacer algo tampoco varonil? ¡Qué vergüenza! Me quedé de piedra, imaginaros a una de esas figuritas de los Belenes, ¡si, si!, a esas lavanderas del río, con las manos metidas en la corriente del agua helada del arroyo en pleno mes de diciembre, tienen cara de resignación cristiana esperando a que acaben las fiestas de natividad, para poder de nuevo ser guardadas en la caja con las restantes figurillas y tomar las suficientes calorías para volver el próximo año de nuevo a la orilla del arroyo.

Levanté la cabeza un poco para contestarla los buenos días, mientras mi cuerpo seguía inclinado sobre la pila y con las manos buscando el dichoso jabón. Con el rabillo del ojo me fije como Sonia llevaba en la mano un orinal y se dirigía a las letrinas. Mi amor platónico estaba por los suelos, aquello no era un espectáculo idílico, sino la pura realidad de la vida. Entonces entró la Chicharrilla en acción.

-Déjate de amores platónicos y otras zarandajas, date prisa, porque al paso que vas, no terminas ni a la hora de comer-

-Tienes razón- “ahora voy a dejar de decir, que tenía de nuevo razón cada vez que dialoga conmigo, la verdad es que, si no fuera por ella, cuantos errores habría cometido”.

Antes de verla salir por la puerta sudaba, ahora no solo era mi rostro, sino todo el cuerpo se encontraba impregnado de sudor y se pegaba a la ropa. Me pareció que no se había dado mucha cuenta de mi tarea, ella salió de las letrinas y regresó al cuartel volviendo a entrar por la misma puerta que había salido con el orinal de la mano y cuando cerró la puerta, me sentí aliviado.

Había vuelto a enfrascarme en la tarea doméstica, cuando volví a sentir el ruido de la cerradura de la puerta y esta se abrió de nuevo. ¿Quién sería esta vez? Y ¿Qué pasaba hoy?, parecía que todos los moradores de la casona quisieran ver el espectáculo. Volví a equivocarme en mi juicio como tantas y tantas veces lo había hecho antes a lo largo de mi vida. La que salió de nuevo por la puerta fue Sonia, llevaba la tabla de lavar de madera al costado y un cantero de jabón amarillo, al dejarlo sobre el borde de la pila, me di cuenta que lo iba a estrenar y se dirigió a mí para decirme:

-Paco, déjame lavarte las sábanas, pero entérate bien como se hace, porque esta será la primera y última vez que lo voy a hacer-.

Había permanecido callado, lo único que había salido de mi boca, fue el contestarla los buenos días. Ahora no sabía que decir, me coloqué al otro lado de la pila frente a ella, mi vista siguió los movimientos de sus manos metiendo y sacando las sábanas del agua restregándolas contra la tabla de lavar con una facilidad pasmosa, pero poco a poco el interés por el aprendizaje de esa faena doméstica se fue diluyendo. Sus manos finísimas estaban llenas de pompas de jabón y jugaban entre sus dedos pequeños y delgados. Sonia se inclinaba una y otra vez sobre la pila, de manera que el escote de su vestido se ahuecaba, permitiéndome ver algo prohibido y llegó el momento en que deje de acompañar mi vista a sus manos, para dedicarme a escudriñas el canalillo que se formaba entre sus pechos divinos. Me despertó de este éxtasis Sonia para decirme:

-Paco esto ya está, ahora tienes que volver a traer más agua limpia para aclararlas-

Escuché sus palabras, como procedentes de la lejanía, porque me había quedado absorto ante una visión nunca hasta ese momento tan deseada. Nunca en mi vida, había visto tan cerca unos pechos de mujer, ella no debía de haberse dado cuenta, pero cuando se inclinaba sobre la tabla de lavar, me los dejaba ver en todo su esplendor e Instintivamente dije:

-¡Voy, voy!-

Estaba embelesado o mejor dicho atontado, me parecía estar flotando en el espacio y ante tanto ensimismamiento, la Chicharrilla tuvo que intervenir para hacerme volver a la realidad.

-Vamos, te están diciendo que vayas a por agua, me estoy temiendo las consecuencias de este cuadro. Date prisa, pronto aparecerán todos los habitantes de la casa a visitar el retrete-

Salí corriendo y una y otra vez lancé la herrada al aljibe observando, que cada vez cogía menos agua, hasta que Sonia dio por cumplidas mis carreras. Sudaba y sudaba en cantidad, esta vez era de las carreras que había dado sin apenas darme cuenta. Pensaba mientras hacía estos recorridos, en la visión de aquellos pechos también formados, que estaban presentes en mi retina, apenas vistos durante aquellos breves momentos y ya formaban parte de mi existencia,

Cuando acabó de aclararlas y antes de tenderlas, me dijo que la ayudara a escurrirlas, cogimos las sábanas cada uno por un extremo y poco a poco las fuimos retorciendo, hasta que dejaron de caer ni una gota de agua, de esa forma me explicó ella, se secarían antes. Terminaba de aprender una nueva faena doméstica y había aprendido un truco para terminar más pronto la tarea. No estaba saliendo mal la labor y ya me daba igual todo lo que pasara. Ahora había algo muy interesante, que no podía quitarme del pensamiento y que, de no haber sido por las sábanas, me habría quedado sin ver.

Una sonrisa salió de los labios de Sonia, cuando al retorcer la sábana y al usar yo un poco más de fuerza, a ella se la resbaló de las manos. La broma le debió de gustar mucho, porque su alegría permanente aumento con una sonrisa más que insinuadora. Poco a poco y a medida que retorcíamos la sábana, nos fuimos acercándonos más el uno al otro, hasta que de tanto retorcerla, quedó reducida a la mínima expresión hecha un tirabuzón.

El contacto de nuestros cuerpos solamente lo impedía, la tela que sujetábamos en los extremos con nuestras manos, pero no lo suficiente para que nuestras manos se rozaran. Fue un instante divino, ella sin ningún recato me miraba a los ojos a los que yo, no había perdido ni un segundo de mirar, aquella situación duro un momento precioso, su mirada pudo más que la mía y baje los ojos hacía la sábana enroscada entre los dos cuerpos.

La vi tender la sábana en la cuerda y volvimos a hacer la misma operación con la segunda sábana, volví a retorcer la sábana con más fuerza y se la solté de las manos, la broma volvió a gustarle. La recogió del suelo y al acercarse a mí para recoger el extremo, frunció el ceño para decirme:

-No juegues, parece que quisieras que todos se enteraran de que te estoy ayudando-

-¡No, no, perdona!-

No dejaba de mirarla a los ojos y ella a los míos, hasta que se abrió una ventana y apareció la señora Luisa para decirnos:

-Buenos días, de colada ¡eh!-

-Buenos días contestamos ambos y volvió a decirnos-

-Pero, ¿no sabéis que apenas hay agua en el aljibe?, mañana vendrán los bomberos-

-Luisa, las sábanas son de Paco, le he ayudado un poco a escurrir las sábanas, el solo no podía-

El sueño, lo había estropeado la señora Luisa, pero la verdad es que un sueño a esas horas por muy planificado que este, no puede salir bien. Sonia se marchó rápidamente y no me dio tiempo a agradecerla, el trabajo, la enseñanza y la insinuación. Más un negro nubarrón se cernía sobre aquella escena tan idílica, que apenas unos minutos se había desarrollado junto al lavadero. ¿Habría visto algo la señora Luisa? o ¿se habría imaginado algo la señora Luisa?, las dudas empezaron a acompañarme desde ese momento, pero tenía algo muy importante a mi favor, ni la señora Luisa ni su marido y la verdad es, que ningún otro compañero podía ver ni en pintura al marido Sonia, le tenían algo más que aversión.

Me quedé mirando a las sábanas tendidas en una cuerda, uno de sus extremos sujeto a un poste de madera y el otro amarrado a una argolla fija en la pared de las letrinas, así de esta forma hemos llegado hasta esta obra de ingeniería y que también formaba parte del conjunto residencial del “Ventorro” y me veo en la obligación de informaros de la forma y misiones de estas maravillosas instalaciones.

Eran tres habitáculos de reducidísimas dimensiones pegados el uno al otro, para su construcción solamente habían sido necesarios unos pocos ladrillos, un montón de arena, y como mucho dos sacos de cemento, por techo seis chapas de metal recicladas de esos bidones de 200 litros que contienen los lubricantes empleados en los talleres a modo de aislante y encima de ellos estaban unas uralitas.

El de la izquierda era fácil de distinguir y saber cuál era su misión, ya que encima del tejado había un bidón de los descritos anteriormente, pero éste sin perder su estructura, al que se le había cortado la parte superior del mismo, por allí se llenaba de agua a base de calderos que traíamos del aljibe, este mini cuartito era la ducha, los otros dos habitáculos eran los váteres.

La del centro era de las damas y se distinguía bien porque en su puerta de madera, tenía clavada a media altura una chapa metálica recortada de una lata de aceite de cinco litros, de una famosa marca de aceites, mostraba a una sevillana con su falda de cola muy airosa y garbosa, invitando a su moradora casual a pasar un ratito de distracción, esta puerta tan finamente decorada, permitía el acceso a tan primorosa “toilette”, no puedo describir su interior porque era una estancia prohibía para los hombres.

La que si voy a describiros es la otra puerta contigua sin ninguna señal en la puerta. Esta permitía el acceso al “homo sapiens del Ventorro”, abierta la puerta se veía con aspecto amenazador, justo al borde de la pared un agujero enorme, creo que el que lo construyó pensó, que allí se comía demasiado y con ese diámetro, se evitarían atascos no deseados, posteriormente me enteré de que dicho tubo, fue requisado de unas conducciones de aguas sucias para el pueblo. A ambos lados de aquel agujero recóndito y peligroso, estaban dos ladrillos recubiertos de cemento, ellos te invitaban a colocar las plantas del calzado, debiendo hacer verdaderos equilibrios para evitar caerte y desaparecer por aquella boca de lobo. Un tubo venia del desagüe del lavadero, permitía reconducir los excrementos hasta la naturaleza por la parte posterior, donde había un gran desnivel.

Era una verdadera hazaña entrar en aquellos escusados sobre todo en verano y más, habiendo escuchado que en una ocasión un bastardo de grandes dimensiones había hecho presencia en uno de ellos, el peligro amenazaba en cualquier momento, por consiguiente, siempre que podía, me alejaba hasta el monte para contemplar la naturaleza y aliviar al cuerpo de aquella pesada carga de residuos impropios de ser retenidos en el interior por un tiempo superior a lo establecido por las leyes de la naturaleza.

Eran las trece quince horas, terminaba de levantarme de la cama y comenzaban las tareas domésticas, cuando tenía servicio nocturno aprovechaba para hacer estas cosas, cuando escuché la voz fuerte del Cabo que me llamaba.

-Paaaaaaaco baaaaaja-

Me había levantado pensando en arreglar un poco el pabellón y se me había olvidado darle los buenos días. Dicho acto, aunque no figuraba en los reglamentos era una acción que todos practicábamos en aquel Puesto.

El Cabo permanecía en el despacho horas y horas frente a la máquina de escribir, a la que no sé si la tenía mucha rabia o que, el caso es que a las teclas las arreaba con tal fuerza cuando escribía, que debían de estar temblando cuando se arrimaba a escribir algo en ella. Naturalmente el cabo estaba en el despacho sino tenía algún asuntillo pendiente por el pueblo, en el entorno, en la demarcación o ve tu a saber dónde se metía en ocasiones, que no aparecía en todo el día por el cuartel.

-Da usted su permiso Cabo-

-Paaaaasa-

-¡Buenos días Cabo!, no he bajado antes porque estoy bastante ocupado en el pabellón-

-Suuuuueeeeelta ciiiiinco duuuuuros paaaara loooooos boooooooomberos-

A pesar del poco tiempo enrolado en la Guardia Civil, ya me habían dado muchos sablazos de carácter oficial, las ratonarías vividas en la Academia de Guardias durante el período de instrucción, se sucedían hasta en los Puestos más alejados de la geografía española. Si no eran para la Virgen de la Cabeza, eran para el Cristo de la Expiación, la cofradía de Málaga, la Hermandad de Caballeros de no sé qué, las Damas del Pilar, loterías, rifas, coronas o lo que fuese, se nos arrimaba todo. Las cantidades eran pequeñas, parecía que aquella ubre tan grande e indolora (60.000 guardias civiles) daba para engordar a unos pocos. ¡Ah!, pero eso sí, cuando se solicitaban estos pequeños óbolos, la misiva dirigida al Comandante del Puesto, comenzaba de la siguiente forma:

-“Mi querido amigo y compañero:”, cuando una nota o carta, traía esta cantinela malo, había que agarrase el bolsillo pues te lo iban a sobar un poquillo.

Le di los cinco duros y no le quise preguntar para que querían los bomberos ese dinero, ¿Pudiera ser que anduvieran peor que nosotros los de ese gremio? Del Cabo me fiaba y sabía que no caerían en saco roto esas monedas que le di.

-Con su permiso me puedo retirar Cabo, tengo la comida en la lumbre-

-Aaaaaaah maaaaañana noooooo aaaagas cooooomida yyyyy aaaa las diiiiiiez aaaaaqui abajo-

Regresamos de la costa a las siete treinta horas, me eché sobre la cama vestido y a eso de las diez menos cuarto bajé al despacho del Cabo, él ya estaba allí. Apenas había entrado en la oficina, cuando una achacosa sirena y unos repiques de campana anunciaron la presencia de nuestros invitados, por lo que salimos a recibirlos, el resto de los componentes del cuartel francos de servicio.

-¡Yaaaaaa eeeestan aaaaaaqui!-

Aparecieron por el camino de la ladera a paso lento, era un vehículo motobomba con una escalera sobre el techo, avanzaba a duras penas por el camino, dando tumbos de uno al otro lado del mismo, su estructura se balanceaba y parecía que en cualquier momento caería a una de las cunetas del camino, hasta que milagrosamente llegó a la puerta del cuartel. Unos nuevos golpes a la campana por si acaso alguno no se había enterado de su presencia y el artefacto mecánico, quedó estacionado en la explanada del cuartel descansando de su arriesgado viaje.

Maravilloso vehículo de los años treinta y tantos, espero que lo hayan conservado los responsables de la villa en la sala de algún museo, pero de no haber sido su posible conservación por el volumen del vehículo, si deberían haber guardado con esmero su campana dorada de sonido claro y limpio, en contraste con el otro ingenio sonoro tan moderno, que imitaba el aullido de un gato loco, cuando le pisan la cola.

Los tres ocupantes del vehículo, venían sentados en la cabina situada detrás de un gran morro que tenía el cacharro aquel y donde se alojaba el motor. Ellos eran los bomberos; el capataz, el conductor y el bombero número nueve, los tres debían de ser los habituales en aquel menester que iban a realizar. Se bajaron del vehículo, se acercaron al Cabo y muy efusivamente le saludaron, los demás permanecimos a una distancia prudencial a la espera de intervenir en el saludo y observando detenidamente a la reliquia, que teníamos ante nuestros ojos. El capataz se dirigió al Cabo.

-¡Cabo, que bien te veo! ¿Qué haces para estar así?, me dirás como siempre que son estos aires los que te alimentan, ¿verdad?-

-¡Caaaaaapataz biiiien queeee teeee guuusta veeenir por aquí!-

-A propósito, Cabo, ¿Qué haces con este camino, que cada vez está peor?, ¿es que mandas a los guardias poner más piedras que las que ya tiene? A este paso la próxima vez este penco que traemos, se quedará por el camino.

El Cabo muy contento por la observación que le hizo el capataz sobre el estado del camino, le contestó

-Pooooor eeeeeso nooo viiiiienen los jeeeefes aaaa viiiisitarnos taaaanto coooomo eeeellos quiiiisieran, deeeejar las piiiiiedras dooonde están-

Finalizado el diálogo y un pequeño descanso por el esfuerzo del camino pedregoso, trasladaron el camión a un lateral del cuartel, bajaron las mangueras del camión, extendieron una de ellas hasta aproximadamente unos veinte metros de las letrinas y cerca del aljibe y levantaron una caja de registro, de la que no me había percatado yo de su existencia. Por ella introdujeron un extremo de la manguera conectada al camión y del camión otra hasta el aljibe. Yo seguí con curiosidad estas operaciones e intentaba razonar el sentido de la presencia de este gremio, desde el mismo momento que vi aparecer la camioneta de los bomberos por la loma. ¿por qué traían ese vehículo motobomba y no un camión cisterna para llenar nuestro aljibe?

Seguía sin salir de mi asombro, cuantas veces había pasado al lado de aquel registro, sin darme cuenta de la existencia de aquella tapa circular metálica, ahora al aproximarme a ella escuché el agua que a raudales corría a solamente dos metros de la superficie. El bombero número nueve se encontraba junto a la manguera en la boca del registro y le pregunté:

-¿De dónde viene tanta agua? Y... ¿A dónde va tanta agua?- Él me contestó:

-Son miles de litros los que pasan por aquí todos los días, bajan desde la sierra hasta unos depósitos (Taibilla) situados a dos kilómetros de aquí y que abastecen de agua limpia a la ciudad-

Que mal guardia era, una de mis obligaciones consistía en saber los puntos estratégicos de mi demarcación. Dónde se encuentran los abastecimientos vitales como, caminos, ferrocarriles, tendidos eléctricos, vehículos capaces de ser requisados ante una eventualidad, etc. etc. Y algo tan importante como el agua, a la que echaba tanto de menos, se me había pasado por alto.

Pero, cómo podía ser, que tuviéramos que beber agua de los aljibes, durante dos o tres meses, teniendo debajo de nuestros pies agua potable y en abundancia?

Habría bastado un pequeño motorcillo y un grifo, para haber aliviado el trabajo de aquellas familias entregadas en cuerpo y alma al Cuerpo de la Guardia Civil, a la defensa de aquel régimen que nos tenía tan abandonados. No solamente era la miseria que se llevaba con dignidad por todos nosotros, sino la dejadez de aquellos, que en esos momentos dirigían nuestros pasos, para que no nos apartásemos de la senda marcada y para que no se nos pegaran los vicios de una población, que por entonces tenía muchas ganas de despegarse de la opresión ejercida por Instituciones como la nuestra.

Como me dolió aquel descubrimiento, mi querida Guardia Civil era horadada desde su interior con vistas o no sé qué ideal. Sufrí por ello y recordé otro de nuestros maravillosos artículos del Reglamento que dice así:

Artículo once: Lo mismo en la capital de la nación que en el despoblado más solitario, no deberá salir de su Casa Cuartel, sin haberse afeitado por lo menos tres veces por semana o teniendo la barba en la más esperada policía el pelo corto lavadas caras y manos, con las uñas bien cortadas y limpias el vestuario bien aseado y el calzado perfectamente lustroso.

El Duque de Ahumada nuestro fundador de haberse informado de que en los años sesenta del siglo veinte, algunas familias padecían sin necesidad estas penurias, habría agregado a este artículo el siguiente párrafo.

y si mis guardias tienen la posibilidad de tener agua corriente, no les pongan pegas.

Pero volvamos a aquella mañana inolvidable, la alegría se dejaba notar y traspasaba los poros de los habitantes del “Ventorro”. Se limpiaron los dos aljibes, uno de ellos contenía el agua para el consumo de boca y el otro para el resto de faenas domésticas, naturalmente, me tocó bajar a uno de ellos y limpiarlo, no fue muy agradable meterme en aquel pozo húmedo, pero sobre todo oscuro y un poco de canguis sí que tuve hasta que los compañeros con una maroma me sacaron de él, luego hubo duchas con la manguera y las mujeres se dedicaron por entero a preparar la paella.

Los jefes, el Cabo, el Capataz y el suegro del Cabo, como es natural supervisaban las operaciones y ponían las correspondientes pegas a los currantes, lo normal, luego hablaban y hablaban. El contento rezumaba en los corazones de aquellas almas cándidas, que felices éramos hasta con la llegada de los bomberos. Una estampa bucólica, digna de haberse plasmado en un cuadro de Goya por lo menos.

Estaban a punto de llenarse los aljibes cuando por el camino del pueblo apareció el motocarro de Justino, traía de acompañante en el mismo pescante que me traslado a mí al alcalde pedáneo, éste se quedó en el corro de los jefes y Justino se aproximó al aljibe donde estábamos los currantes para decirnos:

-No he podido venir antes, me ha tocado hacer el agujero para el tío “malalma”, anoche pasó a mejor vida, esta tarde a las siete lo enterramos-

-El guardia primero comentó: -¡Ya, tu vienes a última hora, justo cuando nos vamos a sentar a la mesa!- y Justino dijo:

-¿Qué piensas?, ¿Qué no he pagado los cinco duros de costumbre, seminarista?-

El dialogo quedo interrumpido por la señora Encarna con un mandil que no se lo había visto puesto nunca, se acercó a nuestro corrillo para anunciarnos:

-A la mesa y bajar sillas si queréis comer sentados-

-¡A sus órdenes mi Caba!-

Contestó el guardia primero, entonces la señora Encarna se dirigió al seminarista sonriendo y le dijo:

-Voy a decir a tu mujer, que cuente el chiste de las francesas en la mesa-

- ¡No, ni se la ocurra!, que me fastidia la paella-

La comida se celebró en el porche de la puerta principal donde se encontraba situada una mesa de piedra, pero sin capacidad para tanto comensal, sacamos la mesa de las academias diarias. Se cubrieron ambas con manteles de tela. En las sillas se sentaron los jefes; el Cabo, el alcalde, el capataz, el suegro, el guardia primero y Justino, en los bancos corridos las mujeres y el resto de comensales, estábamos todos juntos, pero no revueltos.

En los dos centros de ambas mesas pegadas tres fuentes de barro, dentro de ellas a rebosar con una ensalada que mezclaba toda clase de productos de nuestra huerta, regada de un aceite de oliva muy espeso, el vinagre de vino se olía y salada en su punto. A las ensaladeras picábamos uno a uno con un sincronismo propio de unas máquinas bien calibradas, siempre había alguien levantándose e introduciendo el tenedor en dichos recipientes. Después llegó la paella, pero hasta que me tocó el turno de servirme aproveché para picar un poco más en la ensalada. Se repartieron la paella, con tanto jefe siempre era el último en todo, no me importaba la espera, sobraba bastante, dejaron la enorme paellera en el altillo lugar al que la habían retirado del fuego y me serví lo que quise.

La paella estaba buenísima y nunca me cansaré de alabar a la señora Encarna la cocinera. No olvidaré los tropezones de pollo, las gambas, las almejas, los pimientos, las aceitunas y sobre todo el arroz. Estaba en su punto, la saboreaba en el paladar, dándola unas cuantas vueltas más para impregnarme de todo su sabor, nunca había comido otra igual y la Chicharrilla puntualizó:

-No seas tan exagerado, la paella está buena, pero no para tanto alago, sabes lo que te ocurre, pues que arrastras más hambre que un maestro de escuela, ¡ojo!... de los de antes, ahora su situación está mejorando-

-Si, pero qué me dices del vino?, ¿el postre?, ¿el par de copitas de anís de las Cadenas? Y ¿del café? Y sabes que no fumo de haberlo hecho, ahora estaría fumándome un purito y todo ello por un duro, ella me contestó:

-Da unos saltos para que te bajen los granos de arroz-

La hice caso y para disimular los saltos, grité:

-¡Vivan los bomberos y el agua de los aljibes!-

Todos contestaron mis vítores al unísono, estaban deseando explotar de alegría. Durante la comida, la mujer del Cabo nos contó a los que estábamos a su vera, que su marido había invitado al sr. alcalde, para ver si conseguía de él unas perrillas del presupuesto municipal y con ellas comprar unas tazas de váter para las letrinas.

Hasta el último día de mi partida de aquella bendita casa, no vi tal mejora plasmada en dichos recintos, el señor alcalde pedáneo tripeó a gusto la paella y de la subvención, nada de nada, pero seamos sensatos la tesorería de aquel ayuntamiento, llevaba invadida de telarañas desde tiempo inmemorial, no había fondos ni para reemplazar las bombillas fundidas del alumbrado público de aquella pedanía. Por parte de nuestra Dirección General aquel acuartelamiento debía de estar en la lista de decesos y pasados unos años “El Ventorro de los Buenos Aires” solamente sería un recuerdo para los moradores que albergó entre sus muros desde finales del siglo XIX, cuando fue inaugurado y habitado por el Cuerpo de los Carabineros.



Continuará…

Próximo capítulo: La tele











Capitulo IX -LOS BOMBEROS-

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