Imagen bajada de la red
El veterano me había informado del lugar de dónde partía el coche de
línea, así como la hora de salida del mismo, que me llevaría a mi
nuevo destino y como la hora de salida eran a las cinco de la tarde,
me quedé a comer en la Comandancia. Comí bien y barato, de primero
unas lentejas, de segundo unos filetes rusos, un vaso de vino, pan y
una naranja, más una advertencia del que servía el menú, me hizo
atragantarme en la ingesta de la comida. Me habría gustado digerir
los alimentos con más calma, ya que tenía suficiente tiempo para
tomar el coche de línea, pero pronto me di cuenta que la advertencia
no habría sido necesaria. Alrededor de las mesas, esperando que la
dejáramos pronto los comensales, deambulaban unos cuantos guardias y
paisanos, para ocuparlas en la partida de cartas habitual,
acompañadas de su café, copa y faria.
Hice
tiempo viendo jugar a los naipes en las mismas mesas en las que
habían servido el menú diario a los residentes y a los transeúntes
como yo. Vi con asombro como los mismos jugadores que ocupaban las
mesas de los comensales, las limpiaban con sus pañuelos, cautivos de
unos naipes, aún antes de ponerlos sobre la mesa. El bar en unos
minutos se puso a tope, se notaba que allí no se pagaban impuestos,
los empleados eran de la casa, guardias enchufados y con muy poco
espíritu militar para ocupar esas plazas, naturalmente todo esto se
veía reflejado en que las consumiciones salían muy económicas.
Guardias con diversos uniformes, Policías Armados, Municipales,
paisanos, se esforzaban en coger unos la mesa y otros a observar a
estos, desde la barra del bar a la espera de tomarse un cafetito y
deambular entre las mesas.
Me
encontraba incómodo en ese local repleto de personas y de una
niebla, que poco a poco iba invadiendo el salón, el olor a tabaco
impregnaba mi ropa, una pequeña carraspera de aquel humo tan tóxico,
me hizo desistir de contemplar la partida de cartas, a sus
protagonistas y a la colección de mirones que, por falta de mesas,
ese día se quedarían contemplando a los afortunados jugadores. Ante
estas circunstancias, salí de aquel lugar que se había convertido
en un antro y respiré el aire tibio del patio de la Comandancia. Con
tiempo suficiente solicité un taxi y este me trasladó hasta el
lugar desde el que salía el coche de línea. El lugar era una plaza
de la ciudad, no quedaba lejos andando desde la Comandancia, pero me
habría sido imposible haber llegado a ella por mis propias fuerzas.
Al
bajarme del vehículo mi vista se fijó en un banco situado debajo de
una acacia, el sol de aquellas tierras había hecho su presencia y
calentaba de lo lindo, además el banco no estaba ocupado en esos
momentos. Era un hermoso banco de madera bajito con respaldo y sin
dudarlo me dirigí a el, llevando en volandas los bultos, para ser su
inquilino durante la espera y hasta la salida del autobús. Me senté
pegado a la maleta, que a esas alturas del viaje pesaba como una losa
y a duras penas podía con ella; más bien me parecía que
transportaba un baúl; la bolsa de deportes con la cremallera
estropeada, el morral de plástico con la comida que aún no había
probado, la pistola pendiente de la correa, que seguía clavándose
en mi hombro y ahora llevaba otro bulto más, algo personal e
intransferible, que un centinela no debe de abandonar nunca, por lo
menos eso decían las “Reales Ordenanzas de Carlos III”. Esa
nueva cosa era “El chopo”, (nombre familiar dado al mosquetón,
otro nombre más técnico es máuser o para entendernos mejor, el
arma larga de guerra que, junto con el tricornio y la capa, han
pasado a formar parte de la estampa típica del Guardia Civil, desde
la posguerra hasta bien entrado los años ochenta del pasado siglo).
Continuo, eran ya más de veinticuatro horas transcurridas desde el
inicio del viaje y el itinerario marcado se acercaba a su objetivo,
pero se me estaba haciendo muy cuesta arriba, El cansancio se estaba
adueñando de mi persona, ya no tenía manos para tanto achiperre y
ahora, sobre todo un nuevo instrumento se había pegado a mi
colección particular. Cuando me senté en el banco de aquella plaza,
al amparo de la frescura de la sombra de aquella acacia, intenté
recuperar un poquito las fuerzas, que en aquellos momentos hacían
agua por los cuatro costados.
Con
los ojos prácticamente cerrados, absorto en mi cansancio, no me
apercibí, como una señora de edad avanzada me llamaba y hasta que
no estuvo a mi altura no me di cuenta que se dirigía a mí.
-¡Guardia!,
¡Guardia!, ese chico que va por la acera, acaba de tirar un tiesto
de una ventana y se ha roto-.
Yo
también había escuchado el ruido de un objeto de barro al romperse,
pero ni siquiera mire hacia el lugar de los hechos. Menos de dos
segundos para pensar. ¿Qué es romper un tiesto?, como mucho como
mucho, será una falta muy leve, vamos un pecadillo venial y
terminaba el segundo segundo (valga la redundancia) con esta
conclusión. Eso no es nada. ¿Qué querrá esta señora que haga?,
además la Guardia Civil, no está para estas minucias. Pero ese
segundo segundo, se prolongó más de la cuenta, para dar paso a la
voz de la Chicharrilla.
-¿Así
que a la primera intervención policial te hechas para atrás?-
Me
dio coraje que la Chicharrilla me inquiriese de esa forma y casi no
dejé que terminara la frase ni el segundo, cuando me dirigí a la
señora para decirla.
-Cuide
de estos bultos, entre los que se encontraba el mosquetón, ¡por
favor!-
Comencé
a correr y varias de las personas que estaban esperando el autobús
me animaron con sus expresiones.
Uno,
- a por él-, otro. -Gamberros-, el de más allá. -No sé dónde
vamos a llegar con esta juventud-.
Pero
¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo un centinela, podía dejar el
mosquetón a cargo de una anciana y salir corriendo a por un chaval?,
además el mozuelo apercibido de los gritos y de mi presencia, puso
pies en polvorosa y desapareció por una de las calles que confluían
en la plaza.
¡Dios!,
¡Madre bendita!, ¡Qué vergüenza!, no había dado cuatro pasos y
el tricornio se calló al suelo, me detuve para cogerlo y continué
corriendo, hasta que llegué hasta una bocacalle, me detuve, del
chaval ni rastro y además ni falta que hacía. La Chicharrilla se
mondaba de risa y yo también me muero de risa cada vez que lo
recuerdo, pero en aquel momento estaba más cansado que un perro cojo
y no estaba para bromas. Mi primera intervención como agente de
policía y había fracasado en toda regla.
Desanduve
mis pasos y cuando llegué a la plaza, ya estaban montando en el
autobús los viajeros. Mira que si llego a perderlo por esa memez.
Los
curiosos que estaban en la parada del autobús, seguían allí junto
a la señora en el banco, ella había permanecido junto a mis enseres
custodiándolos, pero me quedé atónito al observar a dicha anciana
como entre sus manos y apretándolo fuertemente tenía cogido el
mosquetón, arma que no debía de haber abandonado por ningún
concepto, de todas formas, en aquellos tiempos ¿Quién habría
querido coger ese instrumento? Seguía incumpliendo las Ordenanzas,
quería hacerlo lo mejor posible y nada mi vanidad se arrastraba por
los suelos, sería mejor que a partir de ese momento me empezara a
comportar con mayor normalidad y a comprender que debía aproximarme
a lo reglamentado y no al pie de la letra, porque era verdaderamente
imposible hacerlo. En el corrillo volvieron a escucharse frases como.
Uno,
-no lo ha cogido-, otro. - Estos críos corren que se las pelan-, el
de más allá, -la culpa la ha tenido el tricornio, que al caérsele
ha perdido un tiempo precioso-.
¡Cuánto
quiere la gente sencilla a la Guardia Civil! Cada uno tenía su
comentario al respeto. Uno de los espectadores, se dio cuenta, que
después de aquella carrera, me encontraba medio muerto y me ayudó a
subir la maleta al pescante del autobús. Se lo agradecí
profundamente, pero por el gesto que le vi hacer cuando la levantó
del suelo, debió de arrepentirse de haberme prestado aquella ayuda.
¿Cuánto pesaba lo que llevaba en la maleta?
Subí
al autobús, me dejé caer sobre uno de sus asientos libres y perdí
la gallardía, la compostura y la circunspección con la que me
estaba comportando hasta esos momentos. Cerré los ojos y los abrí
cuando el cobrador, me tocó en el hombro y me pidió el billete. Yo
pensaba que cuando se iba de uniforme, se estaba de servicio y el
ejemplo se había dado minutos antes, al haberme enfrentado a la vida
real, cualquier otro hecho o violación de las leyes se podría
producir en el autobús y por tanto no debían cobrarme el billete,
pero de eso nada. El cobrador volvió a insistir.
-¿A
dónde va?-
Este
cobrador no debía de conocer el artículo treinta y cuatro de
nuestro Reglamento que dice así.
Art.
34. Los individuos de la Guardia Civil considerados siempre de
servicio para el mejor desempeño de éste, sabrán de memoria su
Reglamento que llevarán siempre consigo, así como la tarjeta de
identidad para acreditar su personalidad en caso preciso.
-El
billete son veinticuatro pesetas, este coche es el directo-.
Le
entregué un billete de veinticinco pesetas y le dije.
-¡Quédese
el cambio!-
Mostró
su sorpresa ante tanta generosidad y volví a entornar los ojos,
hasta que el cobrador, tocándome el hombro muy atentamente me
anunció, que habíamos llegado al final del trayecto.
De
nuevo me encontraba en la acera de otra nueva ciudad, que desconocía,
pero aún no había llegado a mi destino y de nuevo tenía que coger
otro taxi para que me llevara a otra parada de otro coche de línea,
que me acercaría a mi destino final.
Lo
miré a lo largo y a lo ancho, si aquel autobús no era el Ford de la
película Bienvenido Míster Marshall, era un hermano gemelo. El
morro que contenía el motor era enorme y el ruido que producía
insoportable, las ventanillas que se abrían lo hacían gracias a
unas tiras de cuero que levantaban el cristal para encajarlo en una
guía de madera, pero lo peor de aquel artefacto se encontraba en el
techo del mismo. Si allí arriba, estaba la famosa baca con “b”
de burro, allí eran dónde iban los bultos, maletas, animales e
incluso en ocasiones los viajeros que no cabían en su interior. Una
escalerilla por la parte posterior del vehículo, era el modo de
llegar al techo del vehículo, la verdad es que quedaban ya pocos
cacharros como aquel.
¡Dios
mío! Y ¿por ahí tenía que subir la maleta?, no resistirá.
Mariano,
que así se llamaba el conductor, estaba allí subido en la baca
colocando los bultos, me alargó una maroma y me dijo:
-
Átala al cabo-.
Bueno,
la cuerda y la maleta las veía, pero al que no veía era al Cabo,
¿mira que si estuviera por allí mi Cabo Comandante del Puesto al
que debía presentarme? Ahora, debéis perdonar mi incultura, yo era
un hombre de secano, del interior, de la meseta y ahora gracias a la
Guardia Civil, me encontraba en aquella ciudad marinera, por más
señas Departamental y en esas latitudes a las cuerdas que los
marineros las llaman cabos y por simpatía el resto de los habitantes
de la zona que estaban impregnados de la sal marinera.
Emprendió
el viaje aquel trasto y después de varias paradas, llegamos al final
del trayecto. Mariano no me había cobrado el viaje, desde luego
tenía que ser muy duro para él cobrar el billete por transportar a
los viajeros en aquel cacharro.
Cuando
baje del autobús el calzado extrañó el suelo, hasta ese momento el
asfalto y la acera de las calles me habían mantenido erguido, ahora
era la tierra pelada la que se encontraba debajo de mis botines.
¡Por
fin en Centeres!, ahora a preguntar por el cuartel y a descansar. Era
ya una obsesión la que tenía por reposar mis huesos después de
tanto ajetreo, cerraba los ojos y ¡puf!... Me imaginaba una cama
amplia con un colchón de los modernos, decían que eran de espuma,
bueno pues en uno de esos dejaba caer mi cuerpo. Dejando estos
pensamientos a un lado, abrí los ojos y el autobús había
desaparecido de mi vista, estaba solo encima de unos cantos pelados,
que a modo de acera invitaban a no pasear por encima de ellos, ya que
lo más posible tarde o temprano te tropezarías con alguno de ellos
sin querer.
Un
hombre de unos cincuenta años, alto, delgado atravesaba la calle y
se dirigía hacia donde yo me encontraba. Le iba a preguntar donde se
encontraba el cuartel, cuando unos metros antes de llegar a mi altura
me dijo:
-
¿Tu eres el nuevo que viene a Centeres?-
-Si,
si esto es Centeres y siento decirle que para mí esto es el otro
extremo del mundo, he tardado desde que salí de mi casa cuarenta
horas-.
Pensaba
que iba a hacerme alguna pregunta y a consolarme de mi cansancio,
pero lo único que me contestó fue lo siguiente:
-
Soy Justino, espera que en pocos segundos estoy aquí-
Fueron
pasando no segundos sino minutos y como los tontos permanecí
esperando a Justino subido en la acera de los guijarros, que ya
empezaban a traspasar la suela de los zapatos, además alrededor mío
y de los bultos, llegué a contar cinco niños. En un principio me
miraban y remiraban, pero poco a poco y debido alguna sonrisa que les
eché, les hizo que se volvieran un poco pesaditos. En la esquina de
la calle, se había formado un grupo de personas que también me
contemplaban disimuladamente, sus cuchicheos llegaban a mis oídos y
me estaban sacando una radiografía de cuerpo entero.
Me
separé de los bultos que estaban en la acera, menos claro está del
mosquetón que lo colgué al hombro y me disponía a dirigirme al
grupo de vecinos, para preguntarles por el cuartel, cuando por la
bocacalle contigua apareció un vehículo de tres ruedas y se detuvo
junto a mi maleta, al grupo les di las buenas tardes y desanduve mis
pasos.
-
Lo siento, he tardado un rato más de la cuenta, pero es que la
“Sebastiana” no arrancaba y he tenido que cambiar la bujía-.
-
No se preocupe, no ha tardado nada-.
Le
vi como cogió la maleta y como si se tratara de una pluma la tiró
sin muchos miramientos, al igual que hizo con el resto de los bultos
a la caja del moto-carro. Pero que fuerza tenía aquel hombre, a
pesar de estar ya entrado en años.
-Vamos
monta aquí adelante conmigo, estará el Cabo esperándonos en el
“Ventorro de los Buenos aires”-.
¡Ostras
Pedrín!, con lo cansado que estaba y antes de llegar a mi destino
nos íbamos a echar una juerguecita en el citado local.
Me
senté encima de una tabla de madera acoplada junto a su asiento. El
vehículo se dejó caer calle abajo, dejando las escasas
edificaciones del pueblo atrás.
Mi
cerebro se encontraba al igual que el resto del cuerpo muy débil,
más no lo suficiente para hacerme las preguntas normales en esa
situación. ¿A dónde me iba a llevar? Lo del ventorro, me sonaba a
bandidos de Sierra Morena. ¿Esto qué es?, ¿Aún no he llegado a mi
destino?
Las
preguntas no habían salido de mi boca, sin embargo, me habría
gustado dirigirlas a quien yo sabía, aunque con el ruido del
moto-carro, el atontamiento de los baches y el pesado agotamiento de
mi cuerpo, no habría llegado a ella. Tampoco me atreví a
preguntárselo a Justino, ya me daba lo mismo todo, solamente quería
descansar.
Si,
fue una sorpresa cuando a pesar del ruido, del cansancio, de la falta
de expresión oral y de no estar al completo de mis facultades
normales, ese alguien impersonal pero tan íntimo, cariñoso,
comprensivo en aquellos momentos de inquietud y tan pegado a mi
cuerpo, me contestó a todas las preguntas con cierto toque de
atención y hasta creo yo con un poco de raspe.
-¿Todavía
no te has enterado que vas a un Puesto de costa? Paco, vete
espabilándote o en cualquier momento te caes de la “Sebastiana”
y te rompes la crisma. Aguanta un poco más ya te queda menos para
terminar el viaje. ¿Qué habría sido de ti, sin Justino y su
“Sebastiana”?-
-Gracias
por recordádmelo, pero es que no sé a dónde agarrarme a este
trasto, para no dar con mis huesos en el suelo-.
Justino,
tomó el camino adecuado, pero las piedras, los baches del camino los
cogió adrede a todos ellos y así de aquella forma tan tonta nos
fuimos alejando del pueblo. En uno de los giros de mi cabeza vi por
el ventanuco que tenía la cabina en la parte de atrás, a la maleta
y al resto de los bultos saltar a la comba y dejé de ver las casas
del pueblo. Una curva, otra contra curva, cinco baches, una rambla,
otras tres rampas más, cinco pendientes, veintisiete piedras, bueno
deje de contar aquellos accidentes. Volví de nuevo la cabeza. ¿Qué
pasaba en la caja del moto-carro? Bueno, pues allí, la maleta y el
resto de los bultos, estaban dando perfectos saltos mortales cada vez
que Justino cogía un bache. La velocidad descendió, el camino se
fue estrechando de tal forma que se convirtió en un sendero.
¡Que
calvario!, estaba deseando llegar al “ultimo misterio” y deseaba
que no hubiese letanía, de haber sido así en ese momento habría
apostatado. Fue en ese instante cuando ya pensaba alejarme de todo lo
que me rodeaba cuando a la subida de una pequeña rampa, apareció
como por arte de “Birlibirloque” un edificio plantado en la
ladera de un gran monte.
¿Ese
edificio, sería mi destino? ¡O tal vez la famosa Venta de la que me
habló Justino! Yo no quería ver otra cosa más, deseaba llegar a mi
destino, veía en ella la meta de la felicidad, del descanso y del
reposo de un guerrero de poca monta. Más la duda me embargaba hasta
en los momentos más felices y ¿dónde estaba el mar?, ¿me habría
equivocado de pueblo? No, no de equivocarme nada de nada, el mar
estaba al otro lado de la gran montaña en cuya loma se encontraba
este edificio. Para mi aquella montaña me parecía una barrera
infranqueable. La noche tendría que pasarla forzosamente en “el
ventorro de los Buenos aires”. ¡Señor mío Jesucristo, déjame
pasar la noche en esta venta, aunque no llegue a Lista! Mañana será
otro día y ya le daré todas las explicaciones necesarias al Cabo.
El
moto-carro se detuvo ante la pequeña explanada delante de la puerta
principal del edificio, no veía ningún anuncio de coca cola, sino
un letrero que ponía. “Todo por la patria”.
Me
bajé de la Sebastiana, las piernas me temblaban y el culo lo tenía
más molido que una pandereta en navidades, ¡si dura un poco más el
viaje me desarmo!
Una
niñita sentada en el porche del cuartel, estaba jugando con una
muñequita, al ver el moto-carro y a Justino, iba a dirigirse a él,
pero al verme descender de aquel cacharro, apretó la muñeca contra
su pecho y salió corriendo hacia el interior del caserón, como si
le hubieran dado cuerda, gritando:
-Cabo,
Cabo, el nuevo ya está aquí, el nuevo ya está aquí-.
La
niña desapareció por el pasillo y Justino el comodín del pueblo y
la mano derecha del Cabo, al verme tan agotado, debió de leer mis
pensamientos y me dijo:
-Los
jóvenes de ahora os quejáis de cualquier cosa, hace unos años la
vida sí que era dura, este camino lo hacíamos con la auténtica
“Sebastiana”, una buena burra. Este penco que tengo ahora, me da
menos trabajo, solo tengo que ir a ponerle gasolina cada quince días
y ya está todo solucionado, pero a pesar de todo, cuanto la echo de
menos a la auténtica “Sebastiana”, las soledades por el monte,
los miedos cuando aullaban los lobos, los tropezones, pero de lo que
más me acuerdo era de las alegrías que me proporcionó aquel
pollino tan humano. Por estas cosas es por lo que en su recuerdo he
puesto su nombre a este moto-carro, pero no se puede comparar con mi
borrico del alma-.
Os
diré que el trato mantenido con este hombre durante mi permanencia
en aquel Puesto demostró, que el amor que sentía por la Guardia
Civil, era muy superior al de muchos que, vistiendo este uniforme, he
conocido a lo largo de mi vida profesional.
Me
extrañé al no ver salir al Guardia de Puertas a recibirme, pero
hecho curiosísimo diría yo insólito en un Puesto de la Guardia
Civil, en aquel remoto lugar no se cumplía con ese sagrado y
peculiar servicio, debido a la escasez de fuerzas. Este servicio era
el equivalente en un cuartel del Ejército a su Guardia de
Prevención. En su defecto el Cabo nombraba cada dos o tres días, el
Guardia de Oficio y Cuartel.
El
edificio que tenía ante mí, constaba de una planta baja y una
primera planta, era de forma rectangular, por uno de los desconchones
que tenía la fachada justo al lado del único balcón encima de la
puerta principal, me di cuenta que la materia empleada en su
construcción era el adobe. El palo de la bandera de madera estaba
entrelazado entre los barrotes del balcón pero sin la bandera, nunca
la vi puesta excepto el día 12 de octubre nuestra patrona, pero dio
la casualidad que ese día tuve servicio de sol a sol y cuando llegué
ya había sido arriada. Las ventanas pintadas de verde al igual que
la puerta principal, ésta daba acceso a un pasillo que se alargaba
hasta el fondo del edificio y a ambos lados, unas puertas también de
color verde, al fondo del pasillo otra puerta y al fondo el campo.
Ese pasillo, para mí sería el túnel del tiempo que me engulliría
durante los dos años maravillosos que permanecí en el mismo.
Mientras
yo me dedicaba a estas observaciones, Justino que se había bajado
del moto-carro se dirigió a una de las puertas del pasillo, toco con
los nudillos a la vez que decía:
-¡Cabo!,
¡Cabo!, Traigo el paquete que me mandaste recoger-.
A
estas alturas ya estaban enterados todos los habitantes del edificio
de mi llegada y vi unas cuantas personas en el pasillo, pero por lo
visto el Cabo se hacía de rogar o estaría enfadado por mi tardanza,
a lo mejor se pensaba que era yo uno de esos caraduras, que llegan
tarde para que no les nombrasen servicio para el día siguiente, como
había dicho el Jefe de la Comandancia o acaso la solemnidad del acto
requería la espera del presentado ante el Jefe. Bueno pues ninguna
de esas dos cosas fueron el motivo de que no saliera a verme, el Cabo
estaba degustando una merienda cena y le gustaba muy poco que le
interrumpieran en esos hermosos momentos, le gustaba la mesa y si los
manjares eran de su agrado, mejor que mejor.
Por
fin la puerta se abrió, salió un hombre de mediana edad, unos
cuarenta años, metro setenta de altura, de complexión fuerte, ojos
negros muy vivos, grandes entradas en ambos lados de las sienes y de
aspecto bonachón, calzaba unas zapatillas en chancleta, pantalón
verde de uniforme y una camisa del mismo color con las mangas
remangadas. Me echó una mirada de arriba abajo, estaba a un par de
metros de él y esperé a que se dirigiera a mí, me volvió a mirar
y echándose la mano derecha a la frente, los dedos índice y pulgar
los arqueo atusándose las entradas a la vez que le preguntaba a
Justino.
-Tuuuu queeee
crees, lo has calaaaado ya-.
Quedé
sorprendido, el “Caimán”, me había hablado del tío Genaro, “el
rascatripas”, de Fulgencio “el francés”, de la señora
Mercedes, etc., etc., ¿Cómo no me había puesto en antecedentes de
la bomba de relojería que tenía ante mis narices? ¿Cómo podía
habérsele pasado por alto, algo tan importante? El veterano habría
tenido un lapsus o ¿lo había hecho a propósito? No me había
hablado nada del Cabo que mandaba el Puesto y que además por aquel
contorno era muy apreciado, por su franqueza, amabilidad,
espontaneidad y sobre todo por su tartamudez, era una verdadera
institución incluso fuera de la demarcación.
El Cabo se dirigió
a mí, nada más verlo me di cuenta que era un hombre sano, me tendió
la mano y al estrechármela me lo corroboró. Luego el tiempo afirmo
mi primera impresión, pero eso era una cosa y la otra su peculiar
forma de hablar. Justino (muy picarón), se dio la vuelta para evitar
que la sonrisa le aflorara antes de tiempo y siguió la escena con el
rabillo del ojo. Yo tragaba saliva para evitar la risa y que esta, me
jugara una mala pasada en el inicio de una buena camaradería. No me
estaba enterando de nada de lo que decía el Cabo, el caso es, que
preferí contestarle delante de todo el auditorio con el saludo y la
presentación reglamentaria.
- A sus órdenes
Cabo, se presenta el Guardia segundo………-
Voy a escoger este
momento para presentarme a ustedes antes que, a mi Cabo, del que
guardaré mientras viva muy gratos recuerdos. Pero la atención que
tienen en leer estos relatos que espero les agraden, me obliga a que
sean los primeros que me conozcan antes de mi presentación
reglamentaria.
Mi nombre es
Francisco y nací en una capital de Castilla la Vieja o de León a
tenor de el encuadramiento de la editorial de los libros de texto en
mis años de estudio. En la actualidad, en esta nueva España de la
Constitución del 77, este dilema ha quedado resuelto con el título
de Comunidad de Castilla y León, para las generaciones del futuro,
no sabemos la etiqueta que darán a la “Patria chica” de siempre.
Estaba lejos, muy
lejos de mi terruño, unos setecientos kilómetros, pero por el
tiempo que tardé en recorrerlos me pareció una distancia enorme y
en aquellos años una pequeña odisea. ¿Cuándo volvería a mi
tierra? Iba a ser la primera vez que iba a estar fuera de ella por un
período tan largo de tiempo y, es entonces cuando las plazas, las
calles, mi Campo Grande, el paseo de Recoletos por el que andábamos
detrás de las chicas, las carreras por llegar pronto al colegio, los
amigos y el resto de cosas que marcan tu conciencia en esos años de
la niñez y de la adolescencia, todo ello daba vueltas a mi alrededor
y en aquellos momentos ante la presencia de mi primer mando directo,
me producían un nudo en la garganta. ¡Qué lejos estaba de aquellas
cosas! Era la primera vez que sentía esa añoranza por mi tierra y
la Chicharrilla intervino oportunamente.
-Paco,
que la morriña es algo particular de los gallegos, tu eres
castellano, los castellanos son recios, secos, duros como el terreno
que pisan. Ánimo, quítate ese nudo que tienes en la garganta, traga
esa saliva y preséntate de una vez al Cabo, a ver qué tal quedas-.
La Chicharrilla
era bien maja, además no le daría a Justino argumentos para que se
partiera de risa, lo que al parecer estaba esperando. Así que vuelvo
con el Cabo para presentarme oficialmente y como está reglamentado.
-A sus ordenes
Cabo, se presenta el Guardia Segundo Francisco Pérez Pérez, que
procedente de la Academia del Escorial ha sido destinado por la
superioridad al Puesto de su digno mando-.
El Cabo me
acompañó hasta un pabellón situado en la primera planta y una vez
dentro de el, me dijo
-Eeeeeste
paaaaabellon de solteeeeerooos, mañaaaana meeeee haceeees un
innnnventaaario-.
La habitación en
la que me entregó oficialmente el pabellón de solteros, debía de
hacer las veces de comedor, cuarto de estar y naturalmente de cocina.
Un fogón y una pila a su lado derecho, según se entraba por la
puerta del pasillo. Tenía mucha sed y me dirigí a la pila para
echar un trago de agua del grifo, pero por mucho que lo busqué, no
di con el. Me parecía estar soñando, como una pesadilla en la que
quieres salir y no encuentras la manera de hacerlo. ¡Una pila sin
grifo! Bueno ya lo reflejaría en el inventario que me había mandado
hacer el Cabo. ¿Habría sido posible, que el anterior inquilino se
lo hubiese llevado? ¡No, no podía ser!. Me quedé mirando la pared
enfrente de la pila y tampoco estaba la tubería. Bueno ya lo pondría
en las observaciones del impreso. ¿Quién sabe si entre tanto
papeleo, se puede perder un grifo y la cañería?
Seguí
inspeccionando la vivienda, aunque no había mucho que inspeccionar,
detrás de mí el hueco de una puerta daba a otra habitación, de
puerta nada, el hueco solamente, ¿hubo algún día puerta?, ¡no lo
sé!, en la habitación a la derecha una cama metálica baja y un
colchón de borra enrollado en su cabecera, al otro lado una taquilla
de madera. Enfrente otro hueco sin puerta y otra habitación de las
mismas características, pero con dos camas literas y cuatro
taquillas. Un olor a cerrado impregnaba la estancia, me dirigí a
ella abrí las contraventanas y las ventanas también de par en par.
Eso era todo el pabellón de solteros, ¿el cuarto de aseo?, El Cabo
me había mandado hacer un inventario del pabellón, pero si aquello
parecía un hospital robado.
No quise saber
nada más, estiré la colchoneta de borra, que por el tacto me dio la
sensación de que jamás habían mullido a tan elemental artilugio de
descanso y caí sobre ella exhausto.
Unos golpes en la
puerta me volvieron a la realidad, uno de los Guardias del Puesto
entró en la habitación y me dijo:
-Francisco, es la
hora de la Lista, el Cabo quiere verte-.
Cuando me eché
sobre la cama ni siquiera había abierto la maleta, por lo que no
tuve a mano el despertador, pero ¿que falta hacía? Eran las
veintiuna treinta horas, apenas había descansado tres cuartos de
hora y ya empezaba a fallar, el primer acto militar e iba a llegar
tarde. ¿Qué pensarían de mí? La Lista era las veintiuna horas,
pasaba ya media hora y todos se encontraban en el despacho del Cabo
esperándome. Este era un momento esencial de una fuerza a
cuartelada, allí se reunía todo el personal componente de la Unidad
a la espera del nombramiento del servicio y recibir instrucciones
para el día siguiente.
El Cabo tuvo
conmigo la deferencia de nombrarme para el día siguiente el servicio
de “oficio y cuartel”, de esa forma me daba un poco de tiempo
para acomodarme en el hermoso pabellón y comunicarme otras
instrucciones.
Próximo Capítulo: LA
MONTESA COMANDO
