Imagen bajada de la red
Han pasado tres años desde el día que me arriesgué a fisgar un baúl que tenía en mi dormitorio, de el obtuve como premio un librito que aún sigue en mi mesilla de noche, pero además de este hecho del que fui protagonista en directo, en otro lugar de la ciudad y a esa misma hora, mi porvenir se había estado negociando. Las prórrogas que me había concedido mi madrastra, por si sonaba la flauta por casualidad para aprobar unas oposiciones, iban a tener un final muy próximo.
Hasta
ese momento todas mis energías, que no eran muchas, esa es la
verdad, se dedicaban exclusivamente a preparar unas oposiciones de
ingreso a la Academia General Militar. La empresa era ardua y
difícil, pero si además no ponía toda la carne en el asador, el
resultado para conseguir uno de esos privilegiados puestos de la
esfera militar, os lo podéis imaginar. Iba a ser el tercer año que
me presentaba a las pruebas y el resultado se veía venir,
naturalmente mi madrastra que era una mujer muy lista, creyó dar por
cerrada esa vía y buscar otra más asequible para mí. Ella estaba
bien relacionada, una nueva visita a su amiga Dª. Mabelina, sirvió
para que volvieran a debatir mi futuro bastante incierto en aquellos
momentos y sin más, decidieron entre ambas mi porvenir. Debía de
colocarme como obrero, en una importantísima fábrica de vehículos
de la ciudad y en la cual, el hijo de la mentada señora, ocupaba un
cargo clave en la dirección de la misma. Por una de esas plazas de
acceso a ese puesto de trabajo, suspiraban toda clase de personas de
las distintas categorías sociales, ya que los salarios que pagaban,
eran muy elevados en relación al resto de empresas. Por entonces, el
consumismo hacía su aparición y naturalmente para consumir, se
necesitan “pelas” y éstas, en esa factoría parecía que las
tiraban.
Al principio de los años sesenta unos marchaban a trabajar a centroeuropa y otros más afortunados, se quedaban en estas empresas de nueva creación, que surgían por doquier, dando trabajo a las generaciones nacidas después de la guerra.
Y
entré por la puerta grande de la recomendación, para ocupar el
escalón más bajo en la cadena de la industria, era un peón.
Naturalmente en aquella nave llena de contenedores repletos de
piezas, pegados a ambos lados de una larga e interminable cadena de
montaje, esta se retorcía varias veces dentro de aquel recinto
inmenso, para así de esa forma aumentar su longitud, sobre la que,
una legión de empleados especializados, se afanaban sobre los chasis
esqueléticos de los vehículos en operaciones, que poco a poco iban
dándole una forma preconcebida, hasta convertirse en un maravilloso
coche utilitario. Los estudios que tenía, no servían de nada frente
a aquella oruga que se retorcía por la nave.
Mi
trabajo era sencillo, consistía en recoger unas piezas de los
contenedores que estaban situados a una distancia de quince metros y
llevarlos hasta la línea de montaje, allí los especialistas que
recibían este suministro con mucha habilidad, colocaban en su lugar
las piezas al vehículo que tenían enfrente. En este otro escalón
se exigía; habilidad, destreza, seguridad, rapidez, pero sobre todo
aguante, ya que desde el momento que echaba andar la cadena, los
coches no se detenían y la operación sobre los chasis de los
vehículos arrastrados, debía de hacerse en el momento justo, para
no entorpecer al resto de los operarios, que entraba a saco en el
coche de turno.
Había
algo más que estaba cambiando en los años sesenta, los años de la
década prodigiosa y en verdad que lo fue. Ese algo, era el lenguaje
empleado para designar a los empleados. A todos los que estábamos en
aquella fábrica de obreros, no se nos llamaba obreros, éramos
productores, esa fue una forma de ampliar la clase media e intentando
de esa forma eliminar la lucha de clases.
¡Pues
sí!... Al obrero, el escalón más bajo y elemental en la cadena de
trabajo, el que elabora físicamente con las manos, el que carece de
conocimientos intelectuales, generalmente por no haberlos podido
adquirir en los centros de enseñanza, muy precarios y escasos en
años anteriores o porque otras necesidades más acuciantes les
obligaron a no acercarse por la escuela. ¡Pues sí!... A este
escalón, el más bajo de cualquier sociedad industrial, se le colocó
el eufemismo de “productor”.
Corrían
tiempos modernos, los años sesenta abrían paso a los “planes de
desarrollo”, que a pesar de todos los pesares, eran una creación
del “franquismo” y sus forjadores, un trío de tecnócratas
provenientes del área económica, los “López” (Rodó, Letona y
Bravo) éstos quedaron señalados como promotores de la modernidad,
del desarrollo y del nacimiento de industrias, que como hongos
surgían por doquier en la España del dictador. El cambio económico
vendría a continuación en la España que seguía a pesar de todos
los pesares regida por el Caudillo y comenzaba a notarse por doquier.
Para aquellos que esperaban el desmoronamiento del régimen, tenían
de nuevo que aprovisionar sus mochilas, continuando así su larga y
penosa travesía por un desierto, que con esos “planes” se
agrandaría aún más.
La
gigantesca máquina de la nación comenzaba a desperezarse, a
lubricar sus engranajes, a modernizarse, a salir del subdesarrollo en
el que nos hallábamos sumergidos y es en ese momento precisamente,
cuando el nombre de “obrero” comenzó a caer en desuso. A los
nuevos trabajadores que iban siendo empleados en las nuevas
factorías, creadas en los “planes de desarrollo”, además
recibían sus salarios metidos en unos sobres y a esos se les llamaba
“productores”.
Naturalmente
el nombre de “productor” nos les evitó que siguieran trabajando,
“el curro es el curro”, pero el nombrecito era bastante sonoro y
a la hora de presentarse ante los amigos y familiares o en el momento
de ser recibidos por los padres de la novia el sobrenombre sonaba
mejor. Los que se habían desplazado de los pueblos hasta la capital,
en busca de uno de estos puestos en la industria, cuando regresaban a
sus lares, no solo lo hacían de simples obreros, sino que eran
productores a los que en ocasiones, se les agregaba el calificativo
de especialistas.
Se
entraba en una nueva era y de utilizar un pico, una pala, un azadón
o unas tenazas, herramientas todas ellas muy comunes hasta entonces,
se pasaba a tener entre las manos; cajas metálicas con toda clase de
llaves, taladros, compresores, pistolas a presión y otras
herramientas, que hasta ese momento, solo eran conocidas por los
estudiantes de grados medios, por los dibujos en los libros de
estudio. También se aumentaba el vocabulario con palabras técnicas,
la mayoría con nombres ingleses.
A
propósito de este nombre de “productor” y de sus orígenes, os
voy a recordar un hecho curioso ocurrido en los años ochenta, que
imitaba esta moda con otro sector de la sociedad, los “gitanos”.
Durante una temporada de no muy larga duración, alguna mente
preclara del estamento político entre comillas de aquellos años,
creyó haber encontrado la piedra filosofal para la integración de
las razas y obligó a que en los documentos oficiales, para designar
a los gitanos, tuviéramos que utilizar expresiones tales, como: “De
raza aceitunada”, “de tez morena” o “norteafricanos”. Pero
si el gitano es gitano de pura cepa y además se siente orgulloso de
pertenecer a esa raza, a sus costumbres, a sus leyes, a ser dirigidos
por sus mayores, ¡entonces! ¿Por qué confundirlos? Y al obrero ¿es
que, por ser productor, le vas a dar una participación en la
industria? Pues bien, si eso hubiera sido así, desde luego que
habría sido una revolución social incruenta, pero esta segunda
parte no estaba incluida en los “Planes de desarrollo”.
¿Qué
inteligencia política fue, la que quiso dejarle en calzoncillos al
padre de Jesús? Tantos siglos siendo San José Obrero, el elegido
como padre de Nuestro Señor Redentor, el obrero modelo a imitar, el
patrón de todos los trabajadores, ahora por obra y gracia y no
precisamente del Espíritu Santo, había que llamarlo “San José el
Productor”, el esposo de la Virgen María la madre del Divino Niño,
de los de la “tez morena” y naturalmente de los demás también,
vamos creo yo.
Pero
que mentes tan privilegiadas e imaginativas, se encuentran en los
órganos de poder, dedicadas a dar a luz nuevos calificativos, a
resolver asuntos tan normales, tan naturales, tan simples,
complicándolos de tal forma, que al final ni ellos mismos se creen
lo que tan sesudamente paren.
No,
no me he marchado de la fábrica de coches todavía, esto ha sido un
lapso. Llevaba ya una temporada en la fábrica, acarreando piezas a
los puestos de cadena y observando con atención, la habilidad con la
que ejecutaban las operaciones sobre los vehículos los
especialistas. Con las ganas de progresar mías, de vez en cuando,
alguno de estos especialistas me permitía suplantarle y colocar
alguna de las piezas en el coche, con el consiguiente descanso para
él. Fue precisamente el día que cumplía el tercer mes en la
factoría, comenzaba a cansarme un poco de mí puesto de peón,
cuando un especialista sufría un contratiempo y tuvo que retirarse
de la cadena, yo me encontraba cerca de su puesto de trabajo. En ese
momento, ella siempre atenta y muy pendiente de lo que sucedía a mi
alrededor, me dijo: -Esta
es tu ocasión, acércate a la cadena, has visto hacer esta
operación cientos de veces, no te acobardes, no pienses lo que
puedan especular de ti los demás date prisa que el coche no se
para-.
Sin
vacilar y para evitar que el coche saliera sin aquellas piezas
puestas, me acerqué al puesto de trabajo vacante y realicé la
operación, que día a día había venido observando con interés.
Esta consistía, “en colocar el faro derecho, el piloto trasero
derecho, la colocación del manguito al radiador apretando la
abrazadera y finalizando con la colocación de una tira de
embellecedor en el lateral derecho del vehículo”. Desde ese
momento el puesto fue para mí y conseguí el título de “productor
especialista”. Ese gesto de voluntariedad me congració con el
encargado y resto de mandos superiores y a partir de entonces, fui
subiendo peldaño a peldaño, cuatro grados en la escala mecánica
laboral durante los dos años y seis meses que permanecí en la
factoría.
El
porvenir en la fábrica estaba asegurado, la producción aumentaba
día a día, la ampliación de sus naves y edificios indicaban, el
gran porvenir que se presentaba a esa industria. Se necesitaban
mandos intermedios, para ampliar la gran empresa que se estaba
construyendo y para la formación de los especialistas, que se
estaban incorporando a la misma al aumentar su producción.
¿Era
ese mi futuro? Parecía halagüeño, cuantos habrían deseado
encontrarse en mi piel.
El
dos de julio de mil novecientos sesenta y tantos, me entretuve un
poco más que de costumbre en los vestuarios, bajé las escaleras y
llegué al aparcamiento de las motocicletas, donde estaba mi vespa.
Cuando me acercaba a la salida y próximo a la puerta de la fábrica,
vi como uno de mis compañeros, precisamente el anterior a mi puesto
de trabajo, no esperaba el paso de un vehículo que circulaba por la
carrera y creyendo que le daba tiempo... La Chicharrilla me lo
advirtió: -”No le
va a dar tiempo”-.
Quise
gritarle para que parase, para que no se incorporara a la carretera y
esperara a que pasara el vehículo, pero por miedo al ridículo no
abrí la boca, aunque todo mi ser se encontraba delante de él,
intentando detener su motocicleta. En un segundo, él se incorporó a
la circulación de la vía preferente.
El
impacto no fue muy violento, pero el motorista cayó y su cuerpo rodó
por el asfalto, su cabeza fue la que más sufrió cuando se golpeó
contra el duro suelo, en esos años las cabezas se encontraban
desprotegidas, pues el casco que con naturalidad se colocan los
motoristas y ciclistas en la actualidad no sólo no era obligatorio,
sino que se consideraba un poco excéntrico. Fueron unos segundos los
que pasaron hasta que le recogimos, la sangre que manaba en
abundancia de su cabeza, había teñido de rojo el asfalto. Los
gestos de impresión por parte de los que le auxiliamos, mientras le
llevamos hasta la enfermería y salir de nuevo a la calle, se
hicieron notar cuando comentamos el suceso.
El
turismo y la motocicleta permanecían ocupando el centro de la
calzada, impidiendo el paso del resto de los vehículos que
utilizaban esa vía. A esas horas de la salida de la fábrica, la
calzada se llenaba de toda clase de usuarios y en aquellas fechas, el
atasco fue impresionante, pero nadie se atrevió a retirar los
vehículos accidentados.
No
pasó mucho tiempo, hasta que a lo lejos se pudieron escuchar unas
sirenas, que a medida que se iban acercando, se hacían más
estridentes y chillonas. Una pareja de motoristas de la Guardia
Civil, igualitos a los que hacía tiempo me habían denunciado,
llegaron al lugar del accidente. Su presencia causó alivio por parte
de todos los conductores y curiosos que habían permanecido
expectantes, hasta que descendieron de las motocicletas. Uno de ellos
marcó con tiza la situación de los vehículos implicados, el otro
tomó notas en una libreta, luego se dirigió al grupo de curiosos,
para solicitar información del accidentado, una vez marcada la
silueta de los vehículos pidió la ayuda de los presentes, para
retirar los vehículos siniestrados de la calzada.
Después
los silbatos de los agentes se hicieron notar y todos como por
encanto, se dirigieron a sus vehículos, montaron en estos y momentos
después, aquella pequeña aglomeración de unos pocos coches, muchas
motos e infinidad de bicicletas, todos ellos detenidos por causa del
accidente en esa hora punta de la salida de la fábrica, se ponían
en marcha.
Poco
a poco también fue desapareciendo aquella pequeña aglomeración de
peatones curiosos y la circulación volvía a la normalidad, yo me
quedé quieto en la acera observando todos sus movimientos, llegaría
tarde a casa a comer pero merecía la pena el espectáculo. Me
acerqué hasta las motos, que grandes eran en comparación con mi
vespa y en su velocímetro una cifra llenaba mi pupila, 180
kilómetros como la velocidad máxima a la que podían circular. Que
ilusión poder cabalgar en una de aquellas motos y si además
llevabas puesto ese uniforme... ¿Qué más se podía esperar?
Llevaban
pocos años prestando ese servicio de vigilancia de carreteras en
nuestra nación, pero para la mayoría de la opinión pública, ya se
habían ganado el título de “Los Ángeles de la carretera”,
naturalmente otros ciudadanos los llamaban “Los aceitunos” e
incluso cosas peores. Ya sabemos que tiene que haber de todo en esta
vida, además mientras pongan al vecino o a ese compañero al que
tenemos rabia una multa, todo va bien, lo malo es, que sea a ti al
que rasquen el bolsillo, entonces pasamos la valla y cambiamos la
chaqueta inmediatamente.
En
la fábrica por muchos años que estuviera, no iba a salir de la
misma rutina; los mismos coches aunque cambiasen los modelos, las
mismas naves aunque las ampliaran, los productores hacinados sobre
los coches quitándose los unos a los otros el aire para respirar con
tal de terminar las operaciones antes del tiempo previsto, adelantar
las rutinas para poder acercarse a tomar un café a la máquina.
Las
seis de la mañana, los aullidos de la sirena recordándote
insistentemente tu dependencia del trabajo, el mismo sol entrando
por las grandes cristaleras que servían de techo a la nave, los
golpes secos, las imprecaciones que de vez en cuando salían de las
bocas de los operarios, cuando las operaciones no salían como se
tenía previsto. En fin, repetir, repetir y repetir hasta la saciedad
las mismas acciones durante toda la vida, que monotonía tan pertinaz
y sin embargo allí, justo en aquella moto que se encontraba a mi
lado, estaba otra forma de vida completamente distinta.
Ellos
montados sobre esos caballos metálicos circulaban por las
carreteras, haciendo kilómetros y kilómetros, hoy por la carretera
de Madrid, al día siguiente por la de Soria, al otro abriendo
carrera a los ciclistas, dando protección a una caravana, auxiliando
a algún vehículo averiado, poniendo multas a ciertos conductores
con malas costumbres y sobre todo, prestando consuelo a los heridos
en los accidentes hasta la llegada de los equipos médicos, etc, etc,
etc.. ¡Cuánto bien se podía hacer ocupando una de esas plazas!,
¡cuánto bien!, montado encima de una de esas motocicletas.
La
sirena de la ambulancia de la fábrica me despertó de la visión que
yo mismo me proyectaba. Los agentes detuvieron la circulación de la
carretera, permitiendo el paso al vehículo de urgencia camino del
hospital.
Después
de comer un poco más tarde que de costumbre y de haber recibido una
regañina por haber llegado tarde, me metí en mi cuarto y tumbado
sobre la cama le pregunté a mi a mi Chicharrilla, para de este modo
tener la siguiente conversación:
-
¿Les has visto?-.
-
¡Como no los voy a ver, si te has pasado un cuarto de hora
contemplando sus motos!-.
-
Y dime... ¿Qué te parecen?, a que son los mejores, dime, tú..
¿qué crees?-.
-
Paco, ¡no es todo oro lo que reluce!-.
-
No me haces caso, con la Vespa, lo más que saco son noventa
kilómetros a la hora, ¿has visto su velocímetro?, marca ciento
ochenta kilómetros a la hora-.
-
¡Si, ya lo sé!-.
-
Pero no es sólo eso, además de
correr hacen otras cosas, ¿a qué a ti te agradaría que yo las
hiciera. Entonces...
¿Qué dices?, dame tu opinión-.
-
¿Qué vas hacer ahora Paco?-.
-
Que pregunta, ya lo sabes tú, leer la novelita un poco y echarme la
siesta-.
-
Deja la novela y saca la “Cartilla”, esa por la que se rigen esos
hombres que visten de verde y van montados en esas motos tan grandes,
últimamente no te veo que la hagas mucho caso. ¡Hasta luego!-.
Saqué
la “Cartilla” del cajón de la
mesilla, el primer artículo me lo sabía de memoria, el segundo era
un complemento del primero y decía así:
Artículo
segundo: El mayor prestigio y fuerza moral del Cuerpo es su primer
elemento y asegurar la moralidad de sus individuos, es la base
fundamental de la existencias de esta Institución.
Los
párpados se deslizaron suavemente hasta entornarse y el librillo que
mantenía en mis manos, se dejó caer sobre mi pecho, a la vez que
por encima de la estantería donde se encontraba el baúl, una figura
muy parecida a un tricornio se reflejaba en la pared.
Cuando
desperté de la siesta algo sobresaltado, recordé los últimos
momentos antes de caer en los brazos de “Morfeo”, fue una visión,
una alucinación, un espejismo, tenía entendido que alguno de los
que toman los hábitos, habían sido llamados a la senda del Señor
de formas o maneras extrañas. Pero este no era mi caso, la imagen
había sido premeditada, mis ganas y mi envidia hacía aquellos
hombres se habían combinado, obligando a la luz que a través de las
cortinas entraba en la habitación, a incidir sus rayos tenues, en la
lámpara de tres brazos que colgaba del techo y de esa forma, se
había producido ese efecto tan deseado por mí.
Todo
esto era apenas una anécdota, pero la Chicharrilla
no era ninguna ilusión y ella había sido clara.
Al
día siguiente solicité una entrevista con el jefe de personal y
sobre las trece horas, me comunicaron que me dirigiera a su despacho.
Cuando caminaba hacía las oficinas, los comentarios de los
compañeros se dejaron notar, creo que nunca contaron con que algún
día, haría realidad el interés que mostraba, siempre que surgía
una conversación sobre la carretera y los motoristas.
Una
secretaría joven y muy mona se encontraba sentada, detrás de una
mesa de despacho con las piernas cruzadas, los cinco jóvenes que se
encontraban en la estancia, sentados en unas sillas de cuero negro,
no la quitaban la vista de encima. Al atravesar el umbral de la
puerta me preguntó: -¿Para qué se le ha llamado a Ud.?-. A lo que
de inmediato le respondí en tono sereno y contundente: -Me marcho
de la fábrica-.
Esas
palabras fueron mágicas, la mirada de aquellos muchachos que, hasta
ese momento, estaba absorta en la contemplación de las piernas de la
joven secretaria, giraron y se clavaron en mi. Todos ellos debían
tener concertada una entrevista para su admisión como nuevos
productores en la factoría y con mi renuncia, las posibilidades de
alcanzar el objetivo, habían aumentado un cero coma cero uno por
ciento.
Cuando
llegó mi turno, pase al despacho del jefe de personal precedido de
la secretaria. Un despacho amplio, la luz del exterior entraba a
raudales por una pared que toda ella era de cristal, bien se tenía
que trabajar en esas condiciones, pero antes de que siguiera con mis
observaciones el inquilino del mismo me preguntó: -¿Es verdad que
nos quiere dejar?, ¿tan mal se le trata aquí? Tengo su expediente
encima de la mesa, voy a decirle que muy probablemente se le ascienda
a una categoría superior a la que tiene en la actualidad, pasará a
un nivel diez, me imagino que ya sabrá Ud. que significa eso-.
El
Jefe aquel, pensaba que aquellas palabras que me había dicho,
servirían para persuadirme de la tontería que iba a cometer y a
decir verdad, cuando insinuó un cercano ascenso y el aumento de
nivel..., ¡pero no!, la decisión estaba tomada y no debía
modificarla por nada del mundo.
-Señor,
bueno... He decidido dejar mi puesto de trabajo, porque deseo
ingresar en la Guardia Civil-. Esa fue mi única respuesta.
Quedó
perplejo y su cara reflejó un asombro impropio de un ejecutivo de su
categoría. A él, encumbrado en su poder de admisión, situado en
esa posición privilegiada, agobiado por tantas y tantas solicitudes
de peticiones de ingreso en la factoría, de familiares, amigos,
conocidos y amigos de los conocidos y amigos de los amigos, a él se
le presentaba un caso raro o mejor dicho un caso extraño sobre la
mesa. No salía de su estupor, pero realmente su desconcierto no
venía de la renuncia al puesto de trabajo en sí, sino de la segunda
parte de la solicitud, aquel joven que tenía frente a él, quería
dejar ese puesto de productor tan goloso, simplemente por ingresar en
el Cuerpo de la Guardia Civil.
Pasaron
unos segundos y repuesto de la impresión, me preguntó: -¿Sabes tú
lo que vas hacer?. ¿Conoces bien a la Benemérita?... ¿Sabes que si
nos acercáramos a Fabio Nelli (1) o a Tenería (2) y ofreciéramos
unos puestos de trabajo, se quedarían sin guardias y sin policías
esta provincia?-.
(1)
Palacio de Fabio Nelli lugar dónde se encontraba ubicado el Tercio
de la Guardia Civil.
(2)
Plazuela en la que se encontraba el edificio que albergaba la Bandera
de la Policía Armada y de tráfico.
Enmudeció
de nuevo durante unos instantes, mordió su labio inferior con los
dientes, se levantó de su asiento e inclinando su cuerpo sobre la
mesa, me tendió la mano, al cogerla y apretarla con fuerza, noté un
sentimiento de afecto que me agradó sobre manera.
Ahora
en la distancia comprendo aquel ejecutivo que no salía de su estupor
ante aquel cambio que iba a efectuar, por parte de aquel jovencito
algo insensato. De todas formas parte de ese asombro, quedó
despejado, cuando meses después, una vez dejada la Academia de
Instrucción, al recibir mi primera paga como guardia segundo con
gratificación de costa, vi reflejada en la “libreta de haberes”,
anotaba personalmente la cantidad de 5.927 pesetas, en una de las
casillas de descuento se reflejaba una cantidad de 323 pesetas en
concepto de vestuario, este me lo habían entregado en el momento de
incorporarme al Cuerpo y debía de pagarlo durante los próximos dos
años. Por el contrario, el último sobre que recibí en la factoría;
sin horas extras, ni festivas, ni nocturnas, la paga ascendía a la
cantidad de 10.788 pesetas, así como el vestuario y toda clase de
utensilios necesarios nos eran entregados de forma gratuita. Pero
había algo más valorado por los compañeros casados, nosotros los
Guardias Civiles carecíamos de la Seguridad Social de la que gozaban
cualquier clase de obreros en las empresas, nosotros dependíamos de
la sanidad militar en las capitales y en los pueblos de la
filantropía, de la generosidad, de la beneficencia, en una palabra
de la caridad y porque no decirlo también, del aprecio e interés de
más de un facultativo hacía todo aquello relacionado con el
Instituto Armado, otros por el contrario caciques se valían de su
posición para humillarte.
-¡Ejem,
ejem!-. Si, ya lo sé, tú también
influiste. Sabes, estoy observando que te va gustando el
protagonismo y eso que no eres de este mundo.
Continuará...
Próximo
Capitulo: LA ACADEMIA
