Aquella tarde me había
quedado solo en casa y decidí abrir aquel baúl de madera, que con
dos tiras muy anchas de metal dorado sujetaban las tablas con las que
estaba hecho. Se encontraba situado en uno de los rincones de mi
dormitorio, sobre el aprovechando su amplia base, se sustentaban unos
basares de madera, cuyos bordes, estaban adornados por unas tiras
finas de papel blanco, cuyo extremo colgaba al aire en forma de
puntillas. Encima de los estantes reposaban unas figuritas de
porcelana y varias fotografías del año de “la polca”, pero
irreemplazables por los ancestros que figuraban en ellas. A todo este
conjunto y como si se tratara de un ritual, todos los días lo
pasaban el trapo del polvo. Cuántas veces había
tenido ganas de abrirlo para fisgar en su contenido, más su
apertura, con aquella estantería reposando encima de la tapa del
baúl, siempre me hacía desistir al ver la faena que tenía en mente
resultando ser muy engorrosa. La tarea en caso de realizarla, debía
de tener en cuenta dos elementos imprescindibles; el primero, contar
con el tiempo necesario para desmontar aquel tinglado construido
sobre el baúl y segundo, me debía de hacer con la llave de las dos
cerraduras, necesaria para abrir los pestillos. Pero, ¿merecería la
pena arriesgarme tanto por ver lo que ocultaba aquel baúl?. No
recuerdo que en mi presencia lo hubieran abierto alguna vez, por lo
cual, no debía de contener cosas de interés cotidiano, ya que su
apertura como os cuento, era bastante dificultosa.
Llevaba unos días en los
que la curiosidad, me había aumentado de forma casi obsesiva y era
rara la noche, que al ir a acostarme no le echaba un vistazo
inquisitivo a aquel baúl. Él, aunque inerte en su rincón, me hacía
unos guiños tan provocativos, que fijaban en mí la idea de
despedazarlo sin ningún miramiento. Mi padre había fallecido
meses atrás y una citación oficial había llegado a casa. En ella,
se comunicaba a
los herederos, para que hicieran entrega de un arma, que
presumiblemente le habría pertenecido y de esa forma, seguir los
pasos reglamentarios para su nueva legalización. Esta fue la
verdadera circunstancia, que hizo renacer en mí el impulso a la
curiosidad almacenada y la perfecta excusa para ver su contenido. Si
algo tan peligroso como un arma, se encontraba en la casa, ésta
debía de guardarse en el lugar más seguro de la misma y yo no tenía
la menor duda, de que ese lugar era el baúl que tenía frente a mis
narices. El resto de los cajones de los armarios, mesillas, cómodas
de los dormitorios y otros rincones donde se pudieran ocultar objetos
de cualquier clase, por supuesto, que ya habían sido fisgados con
anterioridad, como lo hubiera hecho cualquier chico de mi edad, a la
búsqueda de algo prohibido.
Esa tarde, uno los dos
requisitos indispensables para realizar la misión se cumplía. Mi
madrastra encontrándose ya a punto de abrir la puerta de la calle
para marcharse me dijo: -Paco, me ha llamado Dª. Mabelina, pasaré
la tarde en su casa, no te preocupes, posiblemente volveré tarde, ya
la conoces, es muy pesada. ¿Te acuerdas de Luisito?-. -Si-. Respondí
esperando una recriminación a mi falta de luces en mis estudios. Como
ya sabes, se ha colocado en la fábrica de ingeniero y ya me ha
dicho, que quiere que vayas a verle. No pierdas su amistad. Mientras ella me decía
estas palabras desde el pasillo, mi corazón comenzó a latir más
fuerte que de costumbre.
Al cerrar la puerta tras ella, salté de la
silla y mis pasos se encaminaron hasta mi habitación. Iba a comenzar
la visita de fondeo y además, ésta quedaría en la más completa
impunidad. Así que antes de entrar en mi dormitorio, pasé por el
cuarto de los trastos, de la caja de herramientas cogí un martillo
de desclavar puntas en una mano, en la otra un destornillador y
corriendo como si el tiempo se lo llevara el diablo, fui derecho a la
mesilla del dormitorio de mi madrastra. Abrí el segundo cajón y de
él, extraje una caja de medias de seda y del interior de esta, un
llavero circular en el que se encontraban todas las llaves de la casa
duplicadas. Eran de todos los calibres; pero para mí, fue fácil
distinguir la precisa para abrir la cerradura. No necesitaba nada
más, así que con todos estos útiles, entré en mi dormitorio
decidido a enfrentarme a las dificultades con arrojo.
Miré desafiante al baúl,
esta vez era yo el inquisidor, que empleando todos los argumentos
precisos, desentrañaría el secreto buscado. Sin más cortapisas, me
acerqué al rincón dónde se encontraba el misterio a resolver y
antes de abrir sus entrañas, le dije: - No pensabas que me iba a
atrever, ¿verdad?- Retiré los objetos de
adorno de las estanterías, colocándolos encima de la coqueta de mi
dormitorio, después desclavé las puntas que la sujetaban a la pared
y retiré la repisa con sumo cuidado, dejándola sobre el suelo. La
operación había comenzado sin ningún contratiempo y el tiempo
jugaba a mi favor. Introduje la llave en una
de las cerraduras y al girarla a la izquierda, el pestillo saltó con
fuerza contra la pared del baúl, produciendo un fuerte sonido
metálico “clas”, en el momento en el que se liberaba del cierre.
Me pareció, que aquel resorte debía de haber estado esperando ese
momento desde hacía mucho tiempo, al haberse soltado con tantas
ganas de su enganche natural. Volví a introducir la llave en la
segunda cerradura, giré ésta como había hecho con la anterior,
pero esta vez el efecto deseado no fue el mismo, una vuelta a la
derecha otra a la izquierda y nada. El pestillo no se movía, los
nervios que hasta ese momento se habían comportado maravillosamente,
comenzaron a fallarme y el nerviosismo apareció en el escenario. Mi
mano se precipitó a coger el destornillador, que había dejado con
anterioridad en el suelo con los demás útiles y me dispuse a
apalancar la cerradura, para liberar el cierre. Fue en ese preciso
momento, cuando iba a emplear la fuerza contra aquel cierre que se me
resistía, fue cuando apareció “Pepito Grillo”; si, si, la
conciencia de Pinocho; sólo, que conmigo no tenía esta apariencia,
ni de ninguna otra clase de animal o cosa, físicamente no existía,
aunque en ocasiones era una verdadera chicharra; por pelma, pesada y
machacona y ese fue, el nombre cariñoso que la di desde aquel
momento a mi conciencia. “Chicharrilla”, “mi Chicharrilla”.
Ella fue, la que desde
una Navidad con trece años cumplidos, se ensambló a mi cuerpo con
la fuerza de un coloso. Creo recordar ese momento, como aquel en el
que abandoné la infancia para entrar en la etapa de la pubertad.
Desde entonces, ella me ha acompañado día a día y siempre ha
estado junto a mí en todos los momentos de mi vida, desde los menos
intrascendentes hasta en los más importantes. La lástima es, que en
muchas ocasiones, no la presté la atención que ella y sus desvelos
se merecen. Dialogábamos muy a
menudo, ella lo hacía con un tono bajo, de forma suave e
inteligible, dejando caer lentamente el contenido de sus
explicaciones; a sabiendas, de que éste aunque era recibido con
atención, no estaba segura de que la sustancia de sus advertencias y
consejos, serían cumplidos al pie de la letra. En ocasiones, ni al
pie, ni a la letra y fue en este momento, cuando iba a forzar el
cierre cuando se dirigió a mí: -
Paco, ten cuidado no vayas a estropear la cerradura, luego dices que
te riñen sin motivo. No la fuerces, si está de abrirse, se abrirá-. Sus palabras detuvieron
la acción a punto de emprender, esta vez no se parecía a la de
anteriores ocasiones, parecía estar complaciente ante un acto de
conducta dudosa. Por cosas de menor importancia, al menos así
pensaba yo, me había llamado la atención, ahora además, se había
presentado justo en el momento en el que iba a emplear la fuerza para
destrozar la cerradura, con lo que habría dejado las huellas
palpables de mi intromisión en el baúl. Menuda era mi madrastra,
sabía dónde estaba colocada cada cosa y como la había dejado el
día anterior, era muy difícil dársela, para mi casi imposible.
Me detuve en la acción
para seguir su consejo, dejé el destornillador en el suelo y volví
a girar la llave a la izquierda y al apretarla un poco hacía
adentro, escuché un pequeño “clic”. Con la mano que tenía
libre, tiré del pestillo hacía afuera, el enganche liberó el
cierre y quedó abierta la segunda cerradura. Levanté la tapa del baúl
y chirriando sus goznes,
quedó reposada contra la pared, sencillo pero mi corazón comenzaba
a aumentar sus palpitaciones. Lo que estaba haciendo, no era ningún
pecado mortal, de haber sido así la “Chicharrilla”, se habría
hecho notar con anticipación, sobre todo si este pecado mortal
hubiera estado relacionado con el sexto mandamiento, losa pesadísima
que acompañó a la mayoría de las “chicharrillas”, adoctrinadas
en colegios religiosos en la década de los años cincuenta del siglo
pasado y más concretamente, en aquellos regidos por los Padres de la
Compañía de Jesús. Lo que estaba haciendo
muy correcto no era, pero ya no debía de dudar ni volverme atrás.
Esa aventura era, uno de esos tantos episodios juveniles, que todos
tenemos en esa etapa tan preciosa de la vida en la que comenzamos a
ser conscientes de nuestros actos. Se había iniciado y debía
proseguirse hasta el final, ya que podría no volverse a dar otra
ocasión tan propicia, para la realización de un nuevo intento. A sí
que sin dudarlo más emprendí, manos a la obra.
Eran: Sábanas, colchas,
mudas, a medida de que mis manos se introducían en el interior del
baúl, ahuecando las telas para comprobar que había más abajo,
éstas pesaban demasiado y me impedía fiscalizarlo como yo deseaba.
Todos aquellos retales no me interesaban para nada y la pistola que
buscaba no daba con ella..., pero mis manos no tocaban el fondo del
baúl. Un poco desanimado si me encontraba y estuve a punto de tirar
la toalla, ¿Merecía la pena el riesgo que corría? La Chicharrilla debía de
haberse quedado frita en su siesta particular, a pesar de lo que
estaba haciendo, ella no metía los hocicos en la acción y me dejaba
hacer. Esta circunstancia la aproveché para darme un nuevo brío a
la investigación. Si hay algo especial debe ocultarse, ¡Por
cachabas! tiene que estar en el fondo del baúl y para ello no tenía
más remedio, que sacarlo todo fuera. Del misterioso baúl
salieron a la luz: Retales de varios colores, sábanas, una colcha
con muchas puntillas, camisetas, calzoncillos largos y cortos, telas
de forros, combinaciones y demás efectos propios del ajuar de una
familia, todos ellos impregnados de un fuerte olor a naftalina.
Aquellas prendas estaban amarillentas, de un color lechoso, estaban
olvidadas de sus propietarios, pero no del paso del tiempo.
Todas estas ropas con
mucho cuidado, las iba dejando muy ordenadas encima de la cama, para
volverlas a colocar después con el mismo orden. Una vez fuera todos
estos artículos, faltaba por retirar del interior del baúl, un
saquillo de tela blanco, como los que había visto de niño, cuando
traían a casa el racionamiento en los años de penuria y de los que,
ya nos habíamos olvidado todos en aquel verano del sesenta y uno,
momento en el que da comienzo esta narración. Saqué el talego del baúl
y al tenerlo entre mis manos, puede comprobar que por su falta de
peso y por la forma de su volumen, me indicaban claramente, que en el
contenido de su interior, no podía estar el arma, que tan
anhelosamente estaba buscando. Intenté imaginar el objeto que podía
encontrarse en el saquillo, pero su poco peso y unas esquinas
pronunciadas, me despistaban, no conseguía desvelar que contenía,
el sentido del tacto al parecer no lo tenía muy desarrollado por
aquel tiempo. De todas formas, allí en el interior del saquillo que
tenia entre mis manos, residía el secreto de aquel baúl y por el
que me estaba arriesgando tanto. Con cierto nerviosismo,
solté el nudo del cordel que anudaba el saco y al ahuecar su boca,
extraje de el un sombrero negro de charol. Esa prenda de cabeza era
un tricornio. Para mi chico de capital, se me hacía rara esta
prenda, sólo en las procesiones, en los desfiles militares y
ocasionalmente en el tren, había visto a los Guardias Civiles; con
sus capas verdes, sus fusiles y naturalmente con sus sombreros de
charol negros. Al tener entre mis manos el tricornio, sentí una
rara sensación y al tocar con los dedos de mi mano su interior y
girarlo para verlo mejor, un libro de reducidas dimensiones cayó al
suelo. Me agaché y lo recogí, las esquinas de sus tapas de cartón
las tenía descarnadas y en el centro de la misma, un título
coronado decía así:
“La Cartilla del
Guardia Civil”. La abrí, sus hojas eran de color pajizo y muy
sobadas. Su propietario, debió de hacer un gran uso de ella. Pasadas
las primeras páginas de presentación, “la Cartilla” comenzaba
con el capítulo primero y leí:
“Prevenciones Generales
para la obligación del Guardia Civil”.
Artículo
primero: El honor ha
de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente
conservarse sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás.
El
párrafo de este su primer artículo, quedó grabado en mi mente. “El
honor ha
de ser la principal divisa del Guardia Civil...”.
Esa era la máxima de esos hombres, que sólo en escasas ocasiones
había visto y de los que tenía un escaso conocimiento, entonces
comenzaron a afluir las preguntas. ¿Qué hacía ese tricornio allí?,
¿porqué se guardaba tan celosamente?. Y si estas preguntas eran
interesantes, a la siguiente, la daba más entonación, ¿porqué a
los Guardias Civiles se les tenía miedo?. Nunca
habíamos hablado de este tema los amigos de la panda, ni tampoco
este asunto había sido argumento de conversación en casa, aunque de
pequeño sí que había jugado a “Civiles y Ladrones”. A los
hombres que vestían el uniforme verde, los veía lejanos, como fuera
de mi esfera a pesar de que de niño, el uniforme caqui de mi padre,
con sus botas altas, sus espuelas tintineantes y en ocasiones los
correajes de gala, la banda rosa, las medallas y el sable, me
llamaban la atención como a cualquier chico de aquella época. ¡Entonces!.
¿Porqué ese miedo a los Guardias Civiles?. ¿Qué se podía esperar
de unos hombres, cuya principal divisa es el honor?. Volví a
introducir todos los enseres en el interior del baúl, con el
suficiente cuidado, como para que no se notase mi intromisión. La
Chicharrilla que hasta ese momento había permanecido saboreando una
magnífica siesta, salió del sopor en el que se encontraba para
decirme:
- “Paco, quédate con ese librillo, nadie
lo va a echar en falta, es más interesante que la novela del oeste
que estás leyendo y tienes encima de tu mesilla de noche, además,
si ya te sabes el final, como siempre gana el bueno”-.
No
había que ser un lince para saber, que por muchos puñetazos que le
dieran al vaquero protagonista a lo largo de toda la novela, en el
último momento les iba a meter todo el plomo que llevaba en sus
cananas a todos aquellos canallas, que a montones deambulaban por el
oeste americano y que a lo largo de la novela, le habían hecho la
vida imposible; además, al final de la novela como buen galán, se
iba a llevar a la mejor chica al huerto. Naturalmente, de haber
tenido este final en un huerto no habría sido muy cinematográfico,
en aquellos tiempos no se sospechaba el nuevo significado del
“huerto”, que en la actualidad y en sentido figurado iba a
explicar algo, que nada tiene que ver con los tomates, pepinos,
lechugas y el resto de hortalizas. Siempre era lo mismo, pero por dos
reales que costaba cambiar la novela en el kiosco de la esquina, ¿qué
más podías pedir?, la lectura para toda la semana estaba asegurada.
Entonces
la hice caso y desde ese momento, mi afición a la lectura de novelas
del oeste, policíacas y de ciencia ficción, se entremezclo con la
de aquel librito, el que no devolví a su lugar de origen. Los
artículos que figuraban en el se sucedían uno detrás del otro,
estaban llenos de sustancia, sin descripciones, sin descanso para la
paja, sin ninguna clase de desperdicio y leyéndolos y releyéndolos
una y otra vez, me iban dejando un poso todas sus sentencias. Una de
las preguntas que me inquietaba sobremanera al ver el tricornio,
quedó desvelada cuando pasado un tiempo de aquel hallazgo, yo
circulaba con mi Vespa, por una carretera local próxima a la capital
una tarde calurosa de verano. A la salida de una curva de visibilidad
reducida y a la sombra de unos chopos, un policía de tráfico
situado junto a su motocicleta, levantó su mano en señal de parada.
En ese momento no circulaba por la carretera ningún otro carruaje,
la señal era clara e inconfundible se refería a mí y me obligó a
detener el vehículo que conducía.
Detuve
la moto unos metros más adelante de donde él se encontraba, a la
vez que me preguntaba a mí mismo. ¿Porqué me mandará parar?, voy
despacio, no he pisado la línea continua, no he molestado a ningún
vehículo, ¿qué habré hecho?. El agente, se acercó a mí, me dio
las buenas tardes y a la vez me saludó militarmente preguntándome. -
¿Dónde lleva su motocicleta el espejo retrovisor?-
El
espejo en cuestión era un objeto de chapa redondo de unos seis
centímetros de diámetro, que tenía pegado un espejo de reducidas
dimensiones en el anverso, éste debía de ir colocado sobre el
faldón lateral izquierdo de la motocicleta y apenas se veía nada a
través de él, yo incluso pensaba, que era un adorno, más bien un
estorbo. Días antes de este encuentro lo había quitado de su lugar
reglamentario, recogiéndolo en el maletín que tenía la moto para
las herramientas, de esta forma evitaba el supuesto hurto de dicho
espejo, ya que el garaje en el que guardaba la moto era el de “la
estrella” (*)
por entonces más seguro que muchos aparcamientos vigilados en la
actualidad. Observé
a esos motoristas que me habían detenido, ellos vestían de verde,
lo cual significaba que no pertenecían a la Policía Armada y de
Tráfico, ni tan poco a la Policía Municipal, que por aquellas
fechas comenzaban también a motorizarse. ¿Quiénes eran esos
agentes de tráfico?. ¿A qué Cuerpo pertenecían?
El
motorista que me había detenido, me pidió la documentación del
vehículo y la mía personal, e inmediatamente comenzó a
confeccionar el boletín de denuncia por la infracción observada a
mi vehículo. Miré al agente que me estaba denunciando, le observé
detenidamente; pulcro, aseado, el uniforme impecable, las botas
lustrosas, tenía cierto aire de nobleza en sus movimientos y muy
seguro de sus acciones desde el mismo momento de mi detención.
Después de esta observación mis ojos fueron atraídos por una chapa
ovalada, dorada y brillante, que se encontraba prendida por encima
del bolsillo superior derecho de su guerrera y en la que se podía
leer “Guardia Civil de Tráfico” Me fijé también en su
motocicleta; negra, limpia, brillaban sus partes metálicas
reflejando los escasos rayos solares que poderosos, apartando las
hojas de los chopos se dejaban caer entre ellas, en aquellas primeras
horas de la tarde de un hermoso día de verano, sobre las anchas
estepas de Castilla y me pareció enorme aquella máquina.
Sus
palabras fueron las justas, su saludo militar y su corrección,
quedaron superadas, cuando el mismo agente que me había denunciado,
al comprobar que llevaba el espejo guardado tal y como le había
dicho, éste me lo pidió, para sacar a continuación una llave
inglesa del interior de una bolsa de plástico negra, que se
sustentaba en la parte superior de su motocicleta, justo encima del
depósito de la gasolina, me colocó el espejo en el lugar
reglamentario de mi motocicleta. Quedé boquiabierto y perplejo. ¿Qué
extraña razón había para que, a aquellos hombres se les tuviera
miedo?. ¿Serían los sucesores de la Leyenda Negra? o es, ¿qué en
todas las sociedades o colectivos, tiene que haber siempre algún
sufrido, al que se debe colgar el “San Benito”?, o ¿aquellos que
aguantan con los pecados de otros?, o eran simplemente ¿aquellos que
con sencillez, sin levantar la voz, actuando con estoicismo,
trabajando con disciplina y sin cara a la galería, soportan con
humildad los embates de la historia?.
En
ese momento con la denuncia en la mano, me dije: “Me gustaría ser
uno de ellos”. Noté que a la “Chicharrilla”, no la pareció
mala la idea e incluso se alegró de ver un horizonte de proyecto en
mi vida. Ella sabía más, pero nunca traspasó esa barrera del
futuro. La multa fue de cien pesetas, la hice efectiva en el momento,
por lo que obtuve una reducción del veinte por ciento, esa cantidad
que hoy día parece irrisoria, en ese momento hizo una mella muy
importante en mi economía. Al llegar a casa y contar lo sucedido a
mi madrastra, ella me dijo: -¿Porqué no le dijiste que tu abuelo
había sido Guardia?; a lo mejor, no te habría denunciado-. Yo había
conocido al abuelo de Guarda en una fábrica, hasta que años atrás
nos había dejado de esta vida. En aquellos años en los que mandaba
el General Franco, los Guardias eran retirados de la vida activa a
los cincuenta años, con una jubilación miserable después de
haberse dejado la piel, por mantener la paz en nuestra Patria, en
unos momentos de nuestra historia; duros, difíciles y denotados por
ambiciosos políticos con ansias de poder.
(*)
Garaje “La Estrella”:
Nombre coloquial que se utilizaba para decir que se había aparcado
el vehículo al aire libre, al raso.
Y este es el momento de incluir una de las estrofas de nuestro himno:
“...Por
ti cultivan la tierra,
la
Patria goza de calma,
por
tu conducta en la guerra,
brilla
airoso tu pendón... “.
-¡Qué
bonito!- Pero para aquellos hombres que habían entregado toda su
vida sin desfallecer, sin un día de descanso, por amor a esos
ideales de entrega a los demás, por mantener esa Patria en paz.
Precisamente, esos hombres tenían que buscarse otro trabajo, para
poder seguir manteniendo a una familia, que le habían seguido sin
rechistar durante esos años de sacrificio.
Así
que antes de que yo hubiera pensado tomar aquellos hábitos, ya tenía
un precedente y se desveló, una de las preguntas que me había hecho
al tener en mis manos el sombrero de charol. Las siguientes, poco a
poco se irían desvelando pero para ello, debería de introducirme en
sus estructuras y empezar una nueva aventura. Esta aventura daría
sentido a mi vida y comenzó a fraguarse, desde el mismo momento en
que leí el primer artículo de “La Cartilla” que se escondida en
el interior del tricornio, y saqué del fondo de un baúl olvidado.
¡Gracias
“Chicharrilla”!
Continuará...
Próximo
capitulo: “EL PRODUCTOR”
